Y sí, ya era hora. Volví al teatro. Después que pasaron los grandes calores de enero y febrero me animé y salí. Y para empezar elegí esta obra del director de teatro independiente Martín Flores Cárdenas (ya ex-independiente, porque accedió con todos los honores al escenario del Teatro La Plaza), que viene a ser la secuela de un éxito del teatro off "Entonces bailemos", que estrenara en el 2013. La obra está dirigida también por él (es actor, dramaturgo y director) y cuenta con las actuaciones de Cecilia Roth, Dolores Fonzi, Guillermo Arengo y Ezequiel Díaz. La pieza puede parecer un tanto inconexa al espectador apurado, ya que se trata de monólogos que expanden sus protagonistas por separados y se espera una fusión al final de la obra. Esta asociación llega por parejas (Roth y Díaz, Fonzi y Arengo) pero daría para pensar que puede haber más de una conexión.
Todo transcurre en un pueblo olvidado del Far West, en clave de western, pero podría ser imaginado también como cualquiera del conurbano bonaerense o incluso del sur de la Argentina. Asimismo toda la obra está aderezada por la música en vivo de dos genios: Fernando Tur (música original y músico) y Julián Rodríguez Runa (músico), eximios en el arte de la guitarra y, mientras que el primero se destaca también en piano, el segundo lo hace en armónica, creando a las claras el ambiente de música country que define la situación espacial del contexto. La música acompaña durante toda la pieza y no se interpone, viene a ser un contrapunto musical perfecto para las voces de los monologuistas.
Los personajes son cuatro: un chico de sucesivamente 5, 12 y 18 años (Díaz), una mujer anónima (Roth), un policía (Arengo) y una prostituta (Fonzi). Claro que no son tan esquemáticos, todos tienen sus dobleces, en un texto ingeniosamente pergeñado con múltiples aristas. El denominador común de los cuatro monólogos (que en realidad son ocho) es el perturbador orden social que impera en ese pueblo, atestado de vagabundos y jaurías de perros salvajes y voraces, como dejan en claro cada uno de los hablantes y actuantes. Las jaurías llegan a ser tan bravías y persistentes que en un monólogo de la prostituta se ve despedazada por los canes; y los vagabundos tan abundantes que uno de ellos llega a vociferar contra la "mujer anónima" en las afueras de un restaurante en donde ella está almorzando junto a un caballero, de forma tal que le instala la duda de si ella no lo conoció antes de que adquiriese su forma de linyera. Como vagabundos son también los que piden sus favores a la meretriz, los que encuentra destripados el policía, o bien crucificados en una iglesia abandonada, o los que atacan el auto del chico ya de 12 años que busca a su padre abandonante por todas partes. Sí, porque la violencia está instalada en esa noche del título que ya no resulta un tiempo acogedor y predispuesto al relax, sino un ámbito temible, hasta insoportable donde transcurre la mayor parte de las historias. La violencia no aparece sólo en la imagen de esos perros nocturnos que parecen ser el mismísimo Can Cerbero de ojos amarillos y fauces babeantes que custodiaba la puerta del Averno, sino también en la multiplicidad de crímenes cometidos por chicos de muy corta edad y de un grupo de heavy metal que les llena la cabeza de destrucción y de muerte. La violencia aparece de formas sutiles, como esas llamadas al portero eléctrico de la mujer que la despiertan a medianoche y que nadie parece contestar (lo que va instalando una especie de paranoia en ella, a punto tal que se siente perseguida por la calle), o como esa enfermiza religiosidad que ostenta el policía. También aparece en la mascota que el policía tenía de chico: una tarántula de su padrastro que devoraba indistintamente gusanos, ratones o sapos. El agente de la ley sin embargo es un inocente que tiene su lado tierno, y amén de refugiarse en la religión y de que el único libro que haya conseguido leer y al que recurra siempre sea la Biblia, es capaz de adoptar un pequeño perrito cuyo dueño ha sido cruelmente asesinado en ese pueblo sin ley.
La historia del chico va poro el lado de la búsqueda de un imposible: un padre que lo abandonó a los 5 años y del que sólo le quedó una marca de zapato estampada en cemento fresco, razón por la cual se pasó el resto de su adolescencia mirando los pies de los hombres a ver si descubría la horma de zapato que coincidiera con aquella olvidada. Para, después de muchas pesquisas, reencontrarse con él en la mesa de una morgue con un tatuaje con el rostro de una mujer en el pecho y un número colgando del pié (de nuevo la "marca" del pié). Al final este desdichado acabará encontrándose en un bar con la mujer del relato, totalmente borracha, a quien narra la historia de su vida, una historia tan privada como llena de huellas y cicatrices mal curadas. A su vez la ramera se encontrará con el policía, quien le solicita un rato de diversión en su patrulla a cambio de un poco de afecto (para lo cual ella no está dispuesta). Al cabo de esta disoluta noche, para todos los participantes, acaso una noche eterna, saldrá el sol de una u otra forma.
Lo que le critico al autor y director de la obra es no haber dado un final más acabado para sus personajes, alguno que uniera los hilos de cierta forma que terminara dando redondez a su obra. Si bien en la vida no puede terminar todo con un final coherente, es regla básica del arte (sea una obra de teatro, una película, una ópera o una obra literaria) dar cierta cohesión al conflicto que viene desarrollando. No me opongo a los finales abiertos, pero hasta éstos logran dar una coherencia a la exposición total.
Si hablamos de las interpretaciones podemos estar satisfechos. La verdadera frutilla del postre son tanto Dolores Fonzi como Guillermo Arengo. Ella expone un personaje que le teníamos desconocido hasta ahora. Una prostituta bien ordinaria, con mucho de lumpen y con una forma de hablar descuidada y atrofiada por el mal uso que diera a sus partes íntimas. Es una joya de actuación. La otra gema reside en Arengo, él, como director, autor y actor supo dar carnadura a un personaje que, a pesar de estar metido en el mundo de la violencia, es un espíritu sensible y bonachón, digno del mayor de los cariños. De Cecilia Roth ya sabemos lo que se puede esperar de ella. Es una excelente actriz pero sabemos hasta dónde da, y se repite una vez más (eso sí, con excelentes resultados). Lo único que le critico es la escena de la borrachera, ya que la hace demasiado evidente. Recuerdo el modo de trabajo de un grande como Martin Landau, cuando ganó el Oscar por su labor de Bela Lugosi en "Ed Wood". Él decía que para componer el acento húngaro de Lugosi lo que hacía era en vez de enfatizarlo, tratar de disimularlo, como aquel que está borracho y trata de disfrazar su ebriedad caminando lo más derecho que su cuerpo le permita. Aquí Roth hace todo lo contrario. Y es una pena. De Ezequiel Díaz podemos decir que está correcto sin haber descollado nunca en su papel.
En síntesis, una buena obra que podría haber sido mejor con una mayor terminación y más cohesión en su temática. Pero igualmente valiosa para la cartelera de verano en Buenos Aires, no todos los días se encuentra tanto derroche de talento sobre un escenario.
Y gracias por leerme nuevamente hasta acá.
El Conde de Teberito (un crítico independiente).
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