Teatrix sigue sumando porotos. Ahora tuvo la brillante idea de agregar a su catálogo este unipersonal de Mónica Villa, con dirección de María Esther Fernández, sobre un texto de Alicia Muñoz, que nos habla sobre la carta que Isabel de Guevara decidió escribirle, en 1556 a la reina de España, Juana, desde la nueva descubierta Tierra de Indias, más precisamente desde Asunción del Paraguay, hablándole de todos los atropellos y los deshonores cometidos por los hombres en este nuevo continente. Esta carta está considerada por Alfonsina Storni como el primer documento de literatura femenina escrita en América.
La actuación de Mónica Villa es apasionada y potente, si bien falla en su dicción del idioma castizo, no así en la entonación, que es correcta. Parece una mesa con tres patas porque sin uno no hay otra, pero así se lo ha marcado la directora, y así se interpreta. El llanto que brota a sus ojos es natural y habla de una gran compenetración con el personaje y el ajustado traje de época no le impide los movimientos ampulosos.
Isabel de Guevara arribó a la Tierra del Río de la Plata con Pedro de Mendoza en 1336, estuvo 20 largos años fuera de su ciudad de Granada de la que huyó como una convicta, de las órdenes de su padre, para embarcarse rumbo a la aventura, a las capitales del oro y el misterio, de los indios y de la peste. Se casó, ya llegada a América con don Pedro de Esquivel, de quien no da otra información que esa. El unipersonal, que dura unos ajustados 40 minutos, recorren todo el fermento y la ebullición de una podredumbre que habitaba entre los conquistadores, entre los cuales el Teniente de Gobernador era el pillo principal, según ella, y de la que no se salvaban ni los sacerdotes venidos al nuevo continente, quienes sostenían relaciones con varias indígenas a la vez. Pero lo peor de todo fue la traición cometida al capitán Juan de Osorio, que "era el mismo sol", llevada a cabo arteramente por don Pedro de Mendoza, quien ordenó que se lo apuñalara por pecho y espalda en vista de todos, y por quien Isabel se desgarra.
Isabel comenta que el "paraíso" al que habían llegado en el Paraguay, era el "paraíso de Mahoma", donde cada hombre recibía siete huríes para cada uno, mujeres que eran vendidas por los guaraníes por un hacha. La concupiscencia y el descalabro general reinaban entre esos hombres bravíos que más que a fundar llegaron para quedarse con el oro salvaje y someter a los indios. ¿Para qué matarlos?, se pregunta Isabel, si ellos son muchos más, y cuando tomen reprimenda, ésta será desastrosa. Y además la matanza se produjo en Viernes Santo. Sí, Isabel de GUevara era una beata que guardaba cuidado con todas las festividades religiosas y no rechazaba la comunión ni la confesión. Pero lo peor estaba por llegar. Con la rebelión de los indios se produjo el asedio, y con ellos el hambre (que tan bien relatara Manucho Mujica Láinez en el cuento "El Hambre", de su libro "De la Misteriosa Buenos Aires"), al hombre que matara un caballo para comer su carne lo esperaba la horca, y muchos jugaban su pellejo por saciar tan imperiosa necesidad. Sólo las mujeres ofrecían resistencia, al parecer. Pronto comenzó la antropofagia, y los cadáveres eran devorados por quienes quedaban vivos.
Además de detestarlo por sus ínfulas de Adelantado (no era este desgraciadamente don Rodrigo Díaz de Carreras, hijo de Juana Díaz y Domingo de Carreras), Isabel no soportaba su hedor, su olor a ser que se iba pudriendo en vida y del que deja traslucir una enfermedad venérea que lo iba carcomiendo. Igualmente, Pedro de Mendoza no le hacía asco a cuanta india generosa se le acercara, ya sea por curiosidad o por obligación de dominio. Y mientras sigue el hambre se espera a Ayolas que llegue con los comestibles, él, quien hubo de asesinar a don Juan de Osorio. Mientras eran asediados por los querandíes (que eran mucho más de díez, eran como quinientos...).
Todo se transforma de repente e Isabel de Guevara vuelve a sus quince años, en tierra de Granada, vestida para la fiesta por su buena criada, y lista para embarcar en el puerto de San Lucar de Barrameda, a escondidas de su padre y con los sueños virginales de mujer joven y aventurera, quien tiene todo el mundo delante de ella y todo el horizonte por descubrir, soñando con una tierra pródiga en manantiales y oro, y con la promesa de que el botín sería repartido en partes iguales a cada persona de la tripulación. Nada sabía que moriría de una fiebre de indias, en las peores condiciones de hambre y miseria, de miedo y de desfortunio. Desde su juventud programa su muerte envuelta en rayos de oro, sujeta al corcel de Juan de Osorio y con el corazón partido por una flecha de oro arrojada por los indios.
Un espectáculo exquisito, llevado por la mano ágil de la directora que encontró en Mónica Villa el envase perfecto para hacer de caja de resonancia de su discurso feminista. Un unipersonal para ver más de una vez, dada su corta duración y la cantidad de datos que en él se derraman y que es imposible retenerlos a todos.
Gracias Teatrix.
Y gracias por leerme nuevamente hasta acá.
El Conde de Teberito (un crítico independiente).
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