Anoche, con el frío que reinaba en la ciudad fui decidido a encontrar entradas para "Los Puentes de Madison", y al no hallarlas, y ya por tomar el colectivo, me detuve en el Teatro Nacional Cervantes y como quedaba justo una entrada para ver "La Terquedad", me metí sin dudarlo. Y si bien es una obra de la cual no es fácil hilvanar estas palabras, debo decir que su visión se agiganta conforme pasan las horas: ayer me gustaba, pero hoy debo reconocer que he visto una obra inmensa, no solo por su duración (más de tres horas) sino por su minuciosidad en la construcción y puesta en escena. "La Terquedad", del magnífico y polifacético Rafael Spregelburd, es la séptima y definitiva obra de la Heptalogía de Hieronymus Bosch, un conjunto de obras sobre la "Rueda de los Pecados Capitales de El Bosco" sobre los falsos pecados capitales. Pero la terquedad, según está presentada acá es más que un pecado, se presenta como un estado mental, una obstinación, una alucinación, algo parecido a la locura. Y es que estamos en terrenos de la Guerra Civil Española, en Valencia, en 1939, mansión de Jaume Planc, comisario de la policía valenciana, franquista él (el enorme trabajo del propio Spregelburd). En esta casa suceden muchas cosas. Está habitada de personajes y espíritus. Los personajes que habitan la obra son muchos (13 en total, todos cubiertos por un elenco de primera, sin fisuras de ningún tipo) pero el término "terca" y "la terquedad", se pronuncia dos veces en toda la obra, siempre asociado al personaje de Alfonsa, la hija "loca" de Planc, y es que esa hija se constituye en símbolo, en bastión de toda la obra, tal vez representativa del estado de enfermedad, de locura, de terquedad que era denominador común de las esferas del poder en esos momentos.
Alfonsa (la magnífica y bellísima Pilar Gamboa) no está enferma en realidad sino que vive pegándose papeles secante al cuerpo para que le suba la fiebre, para que alucine y se haga acreedora de las pociones mágicas del Padre Francisco de Borja (Diego Velázquez), un cura tan enamoradizo como tentado por los pecados de la carne y que exorciza a Alfonsa con un tubo puesto en la espalda y una manguera, a la mejor forma de "Los Cazafantasmas" (los anacronismos son varios y muy festejados a lo largo de la obra). Los pliegues, los meandros y matices de cada personaje son tantos y tan bien elaborados que es difícil de entronizarlos en una crítica, y justifican las tres horas de duración del espectáculo. Están tan bien elaborados y concebidos que son obra de un orfebre, mucho tiempo debió llevarle a Spregelburd concebir esta maravilla, así como su dirección tan múltiple y en varios planos a la vez y con los parlamentos de unos pisando los del otro, que es digna de toda atención y elogio. Todo transcurre en un tiempo, en el frente de la casa de Planc, en su living y con vistas a la cocina y ventanalas por los que se ve el fondo de la casa... hasta que el escenario decide girar (gran despliegue técnico del Cervantes) para ver los "entretantos", lo que pasaba en la habitación de Alfonsa y fondos de la casa mientras la acción transcurría dentro. Es decir que la narración está contada en dos espacios diferentes y en dos tiempos también distintos que resultan ser el mismo. Todo es así de loco y profundamente coherente en el mundo de Spregelburd.
Todo empezó con una niña que cayó en un pozo (Rebeca), la hija mayor de Planc, y del cual no se la podía rescatar dado lo angosto de este orificio, salvo que alguien menor entrara en él. Ahí el padre recurre a Alfonsa, hija menor de Planc para que rescate a su hermana. Pero Alfonsa tiene miedo y deja morir, finalmente, a la mayor. Este recuerdo y este fantasma la perseguirá durante todo el tiempo de su vida de juventud, que es donde la encontramos ahora. Se hablará mucho del pozo y del agujero negro que se instaló en el pasado de todos. Hay otra hija, Fermina (Analía Couceyro), que al principio se presenta como un fantasma pero conforme transcurre la obra vemos que tiene carnadura real, de ideas republicanas y dispuesta a escapar con un soldado antifranquista inglés, John Parson (Javier Drolas), quien coloca explosivos en la casa y debemos esperar que se hagan las 19 hs para que todo estalle. Hay unos números que marcan las horas que se proyectan sobre las paredes y que constantemente vuelven atrás porque se está contando una escena anterior. Hay un hijo más, que murió hace unos días en el frente, cuando la represa que se abrió con el fin de matar a los republicanos barrió con ambos bandos.
Pero la verdadera pasión de Planc, más allá de matar "rojos", son las palabras. Sí, el origen, la etimología de las palabras y su obsesión es trasladarlas a un sistema de codificación binario en el que puedan estar representadas por números y esos números, codificados por su "prototipo", trasladados a un idioma universal que vendría a reemplazar al esperanto. Sabemos que las nuevas palabras le son dictadas a Alfonsa en sueños por Dios, y esta se las transmite a su padre, y que él va a presentar su invento invitado por un gran circo. Hasta la casa de Planc llega un linguista ruso, Dimitri (el exacto Santiago Gobernori), solventado por el gobierno soviético para comprar ese invento: el "diccionario" que ha planificado Planc reemplazando cada palabra de cada idioma, incluyendo el castellano y el valenciano por un número que su "prototipo" (después sabremos que ha inventado la computadora, con monitor y todo) traduce a un genérico.
Claro, toda la obra sería muy pesada si todo esto no estuviera acompañado por una muy buena dosis de humor, y del mejor humor, aquel que apuesta a la inteligencia, que no subestima al espectador, que más bien lo hace cómplice, sin golpes bajos y sin "malas palabras". La obra es una obra de texto, se habla mucho y todo lo que se dice es importante, sería tonto querer atrapar acá todo el peso de la obra, baste con este semblante para dar una idea de la enorme empresa que se ha echado Spregelburd sobre los hombros. La pieza, como dije antes es apabullante y tiene un final a toda orquesta y con tintes operísticos y la recomiendo como lo mejor de la temporada. Lo único que hay que reprochar a la sala del Cervantes son sus incómodas sillas que hacen casi interminables las más de tres horas, ya deberían haberlas cambiado por butacas más mullidas. Todo el elenco es un lujo y no quiero dejar pasar sin encomiar a la hermosa Paloma Contreras (Nuria, la segunda esposa de Jaume Planc) que brilla por su talento y su belleza. ¡¡¡Corran a verla antes de que la saquen de cartel!!!
Y aunque quedan muchas cosas en el tintero, gracias por leerme nuevamente hasta acá.
El Conde de Teberito (un crítico independiente).