Continuando con mi estudio sobre films de Federico Fellini, ahora nos ocupa "Roma", su película homenaje a la ciudad que lo acogió después de su llegada de su pueblo natal de Rímini. "Roma" tiene argumento y guión del mismo Fellini junto a Bernardino Zapponi, fotografía en color del siempre espléndido Giuseppe Rotunno, música de Nino Rota y el eficaz montaje de Ruggero Mastroianni. Sumergirse en "Roma" es una aventura fascinante desde el presente y el pasado.
La estación de trenes es el lugar en que se inicia el descubrimiento de la Roma "real", incubada en la imaginación a través de las semillas recibidas por el protagonista a lo largo de una infancia en una ciudad de provincia durante los años del fascismo. El joven periodista llega a Roma en tren, después de haber saltado por medio de un fundido en negro desde su niñez, cuando contemplaba con sus amigos el paso de los trenes por la estación provinciana, frecuentada por gallinas. La Roma de esta obra sin principio ni final, que se diluye en lo imaginario conforme avanza, es fantasmal, ficticia, "su" Roma. No se trata de un documental ni de unas memorias. Como en el caso de "Amarcord", asistimos a un fantaseo evocador y personal del autor, que delega en un joven alter ego (Peter Gonzáles), aunque a veces retoma las riendas él mismo, con su propia voz.
La más obvia de las "notizie", y la más cercana al cine en general es la escena del pase de diapositivas. Un cura va relatando a los escolares sin dar explicaciones, diciendo sólo el nombre del monumento y alguna indicación que resulta grotesca por la vacuidad del enunciado y la pedantería de la entonación. Todas ellas -altar de la patria, San Pedro, tumba de Cecilia Metela, Santa María Maggiore, es decir, la letanía que ya nos sabíamos desde el viaje de novios de "El Jeque Blanco"-, son elementos que se desarrollarán en la película en otra clave o serán vistos desde otra perspectiva, desde las motos o el tranvía. Pero he aquí que interviene el diablo en forma de una diapositiva que ha deslizado en el proyector una mano maliciosa (la de Fellini): el gran culo de una chica sentada de espaldas. Los muchachos la saludan saltando en sus asientos mientras los curas gritan prohibiciones ridículas: "No miren: es el diablo, permanezcan con los ojos cerrados" y la sustituyen por la Loba, tras lo cual, cantan un himno de desagravio. Este hermoso culo, que emerge juguetón, es la otra Roma: la "mamma" y la puta, la gloriosa loba que también el film desarrollará a todo lo largo de su discurrir, sobre todo en la secuencia de los burdeles que completan la educación romana del joven periodista.
"Y la Roma de hoy, ¿qué efecto causa al que llega por primera vez?", pregunta la voz del propio Fellini, como en "I Clown", introduciendo una digresión en sus divagaciones. Esta frase sirve de introducción, después de la llegada del muchacho a la Roma de hace ochenta años, a un alucinante recorrido por la autopista hasta entrar en la ciudad en medio de la tormenta. No se trata sin embargo de la entrada de uno cualquiera que llega a Roma por primera vez, sino del paseo de la troupe de la película en la que acompañamos a las cámaras y los vehículos del director. Se oye dirigir a Fellini. Nosotros mismos formamos parte del equipo, con el punto de vista privilegiado del artista en la fase más dura de su trabajo: el rodaje (concebido como un espectáculo más de Roma). Un rodaje en malas condiciones de luz y de tiempo atmosférico, en medio de un impresionante embotellamiento de tránsito. Se trata de un acercamiento físico al espacio y al tiempo del rodaje, salimos por la tarde y entramos a Roma por la noche. No es un documental de la autopista, sino el trabajo artístico en toda su profundidad hasta las capas más hondas. Los mismos elementos técnicos están tratados artísticamente para producir un efecto alucinante: la cámara en lo alto de la grúa, protegida por unos plásticos, forma parte del universo felliniano y se parece a las carretas y grandes aparatos barrocos de otras obras de Fellini.
Los ingenieros que visitan las obras del subte en la película atraviesan galerías no sólo de tierra sino también de legajos. ¿Y qué encuentran? Una maravilla tan frágil como cualquier cosa que se expone de pronto a la acción no del aire externo sino del tiempo, algo que ha permanecido al margen, como el vampiro en su tumba y que, al entrar de nuevo en el ciclo de las horas, se desvanece en ceniza y se borra. Este es un viaje alucinante a través del cuerpo y los intestinos de la ciudad -reconstruido en Cinecittá-, de sus diversas capas, sepultadas como algo primitivo y antiguo en contraste con los elementos de la modernidad. La tarea del artista es comparable a la del arqueólogo y la del psicoanalista: excavar, bucear, explorar y revelar, sacar a la luz lo que ya estaba ahí, para que, plasmándose en obra, materializándose, desaparezca como puras ideas, evocaciones, voces o imágenes sin cuerpo, condenadas a desaparecerse. Es el aire el que le da esa aureola al ámbito sagrado del arte, aunque también lo que contribuye a su disolución, a que se disperse como las cenizas de Edmea Tetua.
El desfile de modas eclesiástico comienza al toque de una campanilla y a los sones de un órgano. Pasado nuestro primer movimiento de estupor ante la desmesura del chiste, nos embriaga la belleza plástica de una coreografía maravillosamente "decorosa", que se adecua al objeto imaginario sin dejar ni un momento de servir de espejo, por deformante que sea, al referente. El texto, los movimientos, los colores, la puesta en escena en suma del desfile, son como deben ser, pese a la tremenda travesura de algunas imágenes, como la de los curas patinando. Un sacristán concebido como un gran pavo desfila majestuoso y ridículo; monjas con tocas en forma de alas que se mueven rítmicamente; un modelo "safari" para misioneras... Cuando llega el turno a las casullas, la música se lanza en un crescendo casi terrorífico. La riqueza es cada vez mayor hasta tocar el exceso en las forradas de espejuelos y rebasando en las que tienen adornos de neón y bombitas, todo ello envuelto en humaredas de incienso y a los sones graves y persuasivos del órgano.
Para visitar y enseñarnos uno de los prostíbulos de la Roma de la guerra, nos envía al joven periodista, que aparece y desaparece a lo largo de la película según conviene al propio texto. No es seguro que se trate del mentor de las escenas del pasado, ya que está ausente en el teatro de la Barafonda y en parte de las de los burdeles. Estos son infames y casi idénticos, pero el primero es un lupanar, además infernal, quizá porque las "notizie" de la infancia pesan más de lo deseable y el calificativo de diabólico otorgado por los curas a aquel culo que emergía entre las glorias de la Roma imperial ha pervivido y prosperado secretamente en la imaginación del sujeto, tiñendo lo venéreo con el rojo del fuego y el morado de la carne muerta.
El plano siguiente muestra un lugar de espera donde se hallan sentadas putas y clientes. La indefinición arquitectónica de este espacio se acentúa por el hecho de que está cubierto de una claraboya y, sin embargo, desde él se accede a un ámbito superior por medio de dos escaleras. Parece tratarse de otro burdel, como si las diferencias de nivel social (bajo, medio, alto) se expresaran en estos términos, aunque en el fondo, todos son lo mismo. Sólo cambia la disposición y la escenografía: estrecheces y pasillo escuro y profundo en el primero, más holgura y horizontalidad e iluminación con claraboyas y con barandilla en el segundo, mármoles, elegancia mortuoria, cierta limpieza repelente y silencio, como un templo o panteón, en el tercero. En el primero las prostitutas ni se ven, en el segundo desfilan y se ofrecen, como una mezcla de vendedoras o empleadas. Asistimos a su bajada por las escaleras. ¿De dónde bajan? ¿del cielo? Lógicamente, sí. Sobre todo en el tercer burdel, "de lujo" ("se entraba en él con taquicardia, como en los exámenes"), donde ya utilizan el ascensor, y putas y clientes suben y bajan como si se encontraran en un hotel. La llegada de una gran Venus, una cortesana de aspecto neoegipcio, hace que todos enmudezcan y dirijan sus miradas hacia ella. Tendremos ocasión de conocerla un poco más que a sus compañeras, pero inútilmente, pues responde a las preguntas del joven periodista con la desgana y el automatismo de una actriz que se sabe su papel pero no se implica en él en ningún momento.
En fin, que habría mucho más para decir de "Roma", ya que es un fresco felliniano en todo su esplendor. Por eso recomiendo que visiten la película -o que la vean en mi curso-, que nunca me cansaré de decir que es un film maravilloso y entretenido. Recomendable al 100 por 100%.
Y gracias por leerme nuevamente hasta acá.
El Conde de Teberito (un crítico independiente).
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