Ayer, desafiando el frío que pronosticaban fui a ver la versión vernácula de "Los Puentes de Madison", basada en la célebre novela de Robert James Waller, de 1992, años más tarde Clint Eastwood la llevaría a la pantalla de forma brillante con él mismo como protagonista junto a la grandiosa Meryl Streep (nominada al Oscar por este trabajo). Creo que dije hace ya un tiempo en estas mismas páginas que el arte debe ser fatal. Que cuando llegamos a una creación artística perfecta, toda reproducción o intento de repetirla es fútil. Y Clint Eastwood dejó su marca de autor y gran creador en esa película con unos inolvidables Francesca y Robert, los amantes del condado de Madison. Todo intento de emularla sería en vano. Porque esos dos rostros ya han quedado en el imaginario popular como los protagonistas de esa novela devenida película. Es como si a una obra maestra se le cambiara una coma, ya no volvería a ser la obra que fue, algo se ha alterado y como buen sistema, cuando uno de sus elementos cambia, cambia toda la estructura.
Algo de esto quiso simbolizar Borges con su cuento "Pierre Menard, autor de El Quijote" (1944), en resumidas cuentas, funda un Quijote exactamente igual al escrito por Cervantes, sin variarle ni un punto ni una coma, pero escrito por otro señor. Y el Quijote ya nunca volvería a ser el Quijote, porque ha variado la forma en que se lo lee. Ha variado el autor, y con él el punto de vista, la época en que fue escrito, el contexto, es decir, todo. Nos hace pensar Borges que cada cosa tiene su forma y su época, su autor y su lector. Sí, porque hasta el lector de el Quijote ha variado con este cambio.
Una cosa muy similar pasa con "Los Puentes de Madison" versión argentina. Si bien los parlamentos de la novela se han dejado iguales, los actores no son los mismos con los que los asociamos, y para colmo estos actores son de flojos para abajo. Acá están corporizados por Araceli González y Facundo Arana, secundados por Alejandro Rattoni y Lucrecia Gelardi (Caroline y Peter, los hijos de Francesca) y Matías Scarvaci (Richard, su marido). El clima está bien logrado, con la audición de jazz y blues y algún fragmento de "Tosca" (la mujer que canta el blues parece que está en pleno parto) y la escenografía es mínima y algo más que confusa, con unas bases que llegan hasta la altura, lugar en donde se desarrollará la acción, que no sabemos muy bien para qué fueron constuídas. Con escalones que suben y bajan, tal vez hechos para distraer o para producir mayor movilidad en la escena, una movilidad tan innecesaria como la nada misma.
Pero el problema es que los actores no nos hacen creer la historia, no nos hacen vivir el texto. Primero aparecen los hijos de Francesca, recientemente muerta (estamos en 1985 y murió de vieja), que están jugados con sobreactuación y tienen que leer el testamento de la madre, con un pedido muy curioso: que sea cremada y sus cenizas esparcidas por sobre los puentes del lugar (Iowa, condado de Madison, para ser más precisos). Los hijos no entienden ese pedido y finalmente encuentran cartas apasionadas dirigidas a su madre por un tal Robert y una colección de fotos en donde posa ella, muy bonitas. Se indignan. Pronto encuentran un cuaderno y empiezan a leer la historia de lo que sucedió esa semana en que tanto padre como hijos se fueron al torneo de exposición de animales de granja, en donde el "Torito" de Caroline se presentaba. Así se adentran a la historia de Francesca y Robert.
Francesca nació en Bari, Italia, y tiene un resto de tonalidad italiana en su acento. Lo malo de Araceli es que lo crea de una forma que bien podría estar hablando en cordobés o en santiagueño, que da lo mismo. Y lo peor es que, cuando llega la escena de la cama, se olvida por completo del acento, y lo recupera recién al final de la obra. Una de dos, o lo hacemos con acento o sin acento, pero no este cambalache. Por lo demás, su actuación está bien, para nada afectada, muy natural, aunque no deje una interpretación para el recuerdo. Y hay un problema más con la tonalidad. La limita mucho. Cuando tiene que hablar con el acento se pone rígida, como a la defensiva vaya uno a saber de qué. El caso de "Maderita" Arana es de por sí patético. Será muy galán y arrancará suspiros y gritos en la platea cuando se refresque con el torso desnudo, pero no sabe actuar. Y eso es malo. Porque arruina una obra, cuyo 50 % recae en él. Parece que estuviera recitando una lección de la secundaria bien estudiada, eso sí, pero sin emoción ni sentimientos. Además está crispado toda la obra (se lo puede ver en sus manos). Hace uno o dos años atrás, cuando se habló de traer esta obra a Buanos Aires se había hablado de Susú Pecoraro e Imanol Arias como pareja protagónica, además para revivir la dupla de "Camila". Ese, creo, hubiese sido mejor acierto, incluso por el tema de la edad, muy importante en la obra, que dejar la pieza en manos de estos dos inexpertos. Harán mucha televisión, pero el teatro es otra cosa.
Si sumamos a esto los teléfonos celulares que no dejaron de sonar a pesar de la advertencia de apagarlos, las incómodas toses (recuerdo que Alberto Closas hizo poner una placa en el teatro Liceo que dice "Por favor, entre a la sala tosido") y los diálogos en la platea en voz alta durante la función, la obra ayer, estaba para el cachetazo... Lamentable que se haya estropeado una obra tan bonita con semejantes defectos. El director Luis Romero hizo lo que pudo con el material que tenía en sus manos, pero no alcanzó.
Bueno, la historia es bien conocida. Es la vida de esta ama de casa de origen itálico, en cuyos días de soledad en su granja conoce a este hombre, galán maduro, fotógrafo de la National Geographic, que viene a Madison para tomar fotos de sus puentes y termina enamorándose perdidamente -y ella de él- de la gris mujer, que como vemos tiene otros encantos. En el momento en que él le propone irse con ella, ésta reflexiona y se da cuenta que debe permanecer al lado de ese marido poco apasionado y de sus hijos adolescentes en vez de correr hacia su auténtico amor. Él se va, y la historia de amor queda inconclusa, enviándose cartas de vez en cuando y pensando constantemente el uno en el otro. Yo estaba intrigado de cómo se iba a resolver la escena más importante de la película, esa de cuando ella lo ve pasar por última vez frente a la camioneta en que viaja con su marido y apoya la mano en la manija de la puerta y allí queda fija, sin abrirla... Pero no se preocupen, acá no hay auto y la escena se resuelve de la manera más tonta. Bueno, en fin, que no me gustó la puesta, la obra ni los actores. Un fiasco total.
Y gracias por leerme nuevamente hasta acá.
El Conde de Teberito (un crítico independiente).
Me alegra saber que mis apreciaciones cuando fui a verla no fueron del todo erradas.vi exactamente lo mismo que usted y quede igual de desilusionada. Es que la película fue tan magistralmente realizada que es imposible superarlo en teatro y con dos actores que no supieron llevarme a la emoción en ningún momento. La escena del desenlace me pareció horrenda y muy mal lograda por todos. Era la escena prima de la historia y nada no lo sunieron hacer. Los hijos parecían artistas cómicos no supieron ponerle el estado que ameritaba la situación .me sentí desilucionada al salir del teatro.
ResponderEliminarNo vi la pelicula....pero la obra teatral me parecio muy mala. Malos actores, sin sentimiento, sin emocion, hablando de manera forzada en una escenografia laberintica e incomoda.
ResponderEliminarTransformaron un drama romantico en un grotesco que provoca risa y rabia.
Parece una muestra organizada por aprendices de actores al fin del curso anual de actuacion.
DEFRAUDADA