Todo conspiró para que esta función de "El Mar de Noche" fuera perfecta. Desde el boca a oído (más correcto que decir el boca a boca) que hizo que la sala estuviese repleta y con un silencio casi eclesiástico, hasta la ventana que daba al fondo de la escena, cuya luz desaparecía conforme moría el día (la función era a las 6 de la tarde) creando un clima de agonía de acuerdo a lo que el texto y la actuación sugerían. El texto es de un grande de la escena y del cine, Santiago Loza, un purista y un preciosista del lenguaje que sabe crear acción dramática del más insignificante detalle. Y la dirección corrió a cargo de otro sujeto inteligente y sensible: Guillermo Cacace, que supo exprimir cada palabra y cada silencio para que esto tuviese un efecto directo en el corazón del público. Y por último, un actor enorme (sí, ya a estas alturas no se lo puede calificar de otra forma), como Luis Machín. Machín es la persona exacta para recrear este texto, cada palabra, cada vibración suya producen tal efecto hipnótico que nos transporta, no sabemos si hemos asistido a una sesión de espiritismo o a una función de teatro. Cuando empieza a hablar, Machín tiembla, se siente inseguro: creemos que son loso nervios por la función, pero no, estamos asistiendo a la última angustia de este hombre trastornado por la pérdida de un amor.
No se necesita de escenografía para narrar ésto. Tan sólo un sillón en donde reposa (en incómoda posición) este hombre partido por el dolor, unos zapatos tirados, un sombrero y una copa con agua de la que en ningún instante beberá. La función dura una hora, pero puede parecer un minuto o una eternidad, según se viva el texto. Habrá quienes nos angustiaremos a la par del sujeto otros que asistan desde la vereda de enfrente, pero nadie que pueda permanecer insensible. La respuesta es ese aplauso cerrado, con todo el público de pie y ovacionando al actor.
Este hombre se encuentra en la habitación de un hotel en Brasil, cerca de la playa, desde donde escucha el mar. Es por supuesto de noche, y la escena se verá surcada de noticieros relatados en portugués o canciones bahianas. Pero qué es el desamor sino un grito desgarrado del que no se puede ya volver. Un grito desgarrado que no sirve para nada pues lo roto, roto está. ¿Qué sucede cuando una relación se gasta, se fragmenta? Queda la víctima y el victimario. En este caso (y en todos) la peor parte la lleva la víctima. Porque es el expulsado de la relación, el desamparado, el desheredado. Machín tiene desde el comienzo los ojos húmedos, pero no llora, las lágrimas van cayendo por la comisura de sus ojos en forma incuestionable e irreparable. Cada palabra suya es un grito ahogado, un grito que quiere salir pero se ve apagado. Por eso su voz sale constantemente asordinada, de manera monocorde, lo que nos hizo a más de uno entrecerrar los ojos como ante una canción de cuna. No hay manera que se enfurezca por lo que perdió, sólo queda el vacío, y finalmente, el olvido y la muerte.
Que este amor sea entre dos hombres es sólo un dato anecdótico como para alejar un poco el texto o para hacerlo más potente. Igual amor puede darse en la pareja hombre-mujer. Sus manotazos de ahogado llegan de igual forma, antes de hundirse irremisiblemente. Decimos que Loza hace de cualquier detalle un monólogo que atrapa, como queda dicho por la pérdida de un tubo de pomada para curar una mancha del cuello. Con eso deriva y dialoga consigo mismo como diez minutos. Igual sucede con los dos boletos del último viaje, que hizo solo. "Sólo queda tu ausencia", le/se dice, parece un tango, pero no lo es, es la letanía de un ser que sabe que la única solución es el olvido. Y detrás del olvido la dispersión de los dientes, la atrofia cerebral y por fin, la desaparición de sí mismo. No hay mucho más que contar del argumento, porque el libreto está plagado de sensaciones, de momentos de vida compartidos que ya no están. De cosas que ya no volverán a ser lo que eran. El hombre no tiene nombre (perdón por la rima involuntaria), como tampoco lo tiene su objeto de amor. Porque se ama sin nombre, se ama por amor, se ama a un hombre, una mujer, un niño, un perro. Y se lo ama con paciencia, con desesperación o con locura. Nada de eso ocurre acá. Se ama con agonía, se ama a eso que se fue, y que deja detrás de sí un agujero, un campo arrasado, escombros, la nada misma. Se me dirá, eso viene de un amor apasionado. Pues sí. En el amor brilló la pasión, por eso mismo queda la compasión cuando se pierde.
Machín quiere poner un nombre, pero ese rótulo se pierde en el silencio que procede a cada palabra. Se ahoga, escupe a borbotones su desamor, quiere nombrarlo todo, pero no existen nombres para la falta. Sí, porque de eso se trata. De la falta. Aquella que nos constituye como seres humanos o que nos puede destrozar. La falta es lo que nos mueve a seguir adelante, a empujar hacia la vida para rellenarla con algo, por eso no confundirla con la ausencia. La ausencia es haberse quedado sin esperanzas. Y como nos dicen que lo último que se pierde es la esperanza, cuando sobreviene la desesperanza es que ya se ha perdido todo. Se ha tocado fondo. Literalmente, estamos en el fondo último del pozo donde no se ve ninguna luz para salir, y por eso lo que sigue es el abandono al destino. Dicen las crónicas que esta obra abrevó en "La Muerte en Venecia", aquel fantástico libro de Thomas Mann, y no podemos olvidarnos de la asombrosa escena de la película de Visconti cuando el Profesor Gustav von Aschenbach, muere, en la playa, enamorado de su imposible e impasible Tadzio y se le empieza a caer la tintura del pelo transformándose en un rastro de sangre. Y acá pasa algo similar, cuando Machín se va desplomando del sillón sentimos la misma sensación de la película. Es un caer sin fondo que bien puede ser la desorganización mental de la locura. Porque de eso se trata esta obra en su esencia, de la locura a la que puede llevar la pérdida de un amor.
De más está decir que la disfruté muchísimo, como todos los que hayamos atravesado la locura por la pérdida del amor, y la recomiendo a viva voz, aunque tengo miedo de que termine el próximo domingo. Igualmente, si pueden conseguir entradas por Alternativa Teatral (está en la sala Apacheta, Pasco 623) no se pierdan esta verdadera joyita en la cartelera porteña.
Y gracias por leerme nuevamente hasta acá.
El Conde de Teberito (un crítico independiente).
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