Teatrix. La guerra. El horror. La vergüenza de ser judío. El miedo. La paranoia. Los trenes. Los hornos. El coraje. La solidaridad. La incomprensión. La extrañeza. Lo nuevo. El exterminio. Todo esto y mucho más aparece en esta obra de Arthur Miller producida en Broadway en 1998 y dirigida sabiamente por Michael Wilson. Gracias a Teatrix tenemos la fortuna de poder asistir a ella en su versión completa de una hora y media. Está hablada en inglés y subtitulada, con lo que no perdemos la cadencia del idioma para la cual fue escrita. La carrera de Arthur Miller como dramaturgo ha sido muy extensa y plagada de obras señeras ("Todos eran mis hijos", "Panorama desde el puente", "La muerte de un viajante", "Cristales rotos", "El descenso del Monte Morgan", "El Precio", etc), éstas entre las más difundidas. De alguna u otra manera siempre tocó el tema del judaísmo, el cuál, como representante de esa religión, lo movilizaba mucho, acá preocupado por los albores del nazismo y los primeros reportes de judíos y de gitanos a los campos de concentración con sus hornos crematorios. Es un teatro de texto, para escuchar atentamente y no dejar pasar frase ya que todas son imprescindibles y jugosas; es un teatro que no se ha escrito para la diversión ni dispersión del espectador, sino para un profundo compromiso con la temática que trata y el momento social que se vivía en Francia -como en tantos otros países- en aquel momento. No quiero decir con esto que sea un teatro aburrido ni solemne, sino una verdadera joya de la dramaturgia y la interpretación para los que amamos el teatro.
Sin música incidental, nos situamos en una descascarada comisaría de la ciudad de Vichy (Francia) en donde han sido reclutadas sin convocatoria alrededor de diez personas. Digo sin convocatoria porque han sido detenidos en la calle, por su aspecto o para "medir su nariz", como proclama uno de los personajes. Hay de todo: un influyente industrial, un pintor surrealista, un psiquiatra, un actor, un joven de 14 años, un reparador de trenes socialista, un judío ortodoxo, un príncipe austríaco, un gitano, un mozo y alguno más. Como los "diez indiecitos" de Ágatha Christie irán desapareciendo uno a uno tras la siniestra puerta que da a la oficina del "profesor". El título en cuestión corresponde a un profesor en antropología racial nazi que es quien lleva a cabo los interrogatorios y que pertenece a la terrible SS. Al principio impera el desconcierto entre los "candidatos". No saben en dónde están ni para qué los han llevado ahí. Poco a poco, al ver a los oficiales (algunos de ellos franceses) reparan en que han caído en una comisaría. Y poco a poco, también, descartando datos como saber si los han llevado para ver si sus papeles están en regla, van infiriendo que hay un común denominador entre todos ellos: todos son judíos, con excepción de dos (el industrial y el príncipe). A ellos dos se les otorga el pasaporte para salir en libertad. Se rumorea entre los presentes, que han escuchado que llevan trenes cargados de judíos hacia lugares de trabajo. Otro aporta algo nuevo: se han instalado hornos crematorios para la desaparición de los mismos. El terror empieza a imperar entre los que esperan su sentencia de muerte. Y está la más cruel de las verdades, los harán bajarse los pantalones para comprobar si están circuncidados, prueba irrefutable de su judaísmo. Nadie quiere entrar a ese cuarto del que ya no se vuelve. Hay quienes plantean salir por la puerta desbaratando al guardia, aunque saben que eso es imposible. Y hay quienes otorgan su última voluntad a los presuntos liberados (el príncipe Kessler es ario, y primo del Barón Kessler, austríaco y miembro de la SS), el príncipe ha emigrado a Francia tras ver asesinar a uno de sus músicos por el sólo hecho de ser judío. Hay un guardia francés arrepentido que se enfrenta con el psiquiatra (quien parece comandar la "resistencia"), éste le increpa que por qué no se suicida antes que obedecer órdenes criminales, y el otro le pregunta qué cambiaría eso, si no sería inmediatamente reemplazado por otro y le inquiere al psiquiatra si él acaso no saldría contento si le dan el permiso de liberación aunque a todos los demás los envíen a morir, a lo que este responde que sí. Es un texto que habla sobre las culpas y las responsabilidades frente al horror de la muerte y la tortura. Es un texto del cual no se sale ya que nos presenta la degradación del ser humano ante los más horrendos crímenes. Es un texto el cuál me gustaría tener en mano para leer y releer, tal la riqueza de su provocación. Es un texto que nos hace asomar al abismo de la manera más sutil y desgarradora. En ese momento, el hecho de ser judío pasa a convertirse en objeto de temor y en pasaporte seguro para los campos.
En el último momento asistimos a un gesto de solidaridad tan grande que nos hace volver a tomar confianza en el ser humano, y mientras toda la policía corre tras el hombre que se ha escapado, vemos de fondo, correr a esos trenes, símbolo del destino para la muerte. Las actuaciones son todas sublimes, destacándose, por su preponderancia y compromiso, la del psiquiatra, la del pintor y la del Príncipe Kessler, sin empañar para nada todas las demás soberbias interpretaciones. La dirección aporta brío, compromiso y emoción a tan sublime texto. Es bueno, que, una vez más se nos recuerden los horrores del nazismo dentro de una obra de teatro, para no dejar cauterizar a esa herida que todavía sigue abierta, y que nos hace temer actualmente por el destino del mundo ya que en Europa están ganando elecciones democráticas grupos neonazis en varios de sus países. Algo preocupante porque quiere decir que la historia no les ha enseñado nada o porque es tan fuerte ese antisemitismo que no perdona a un pueblo perseguido.
Y gracias por leerme hasta acá nuevamente.
El Conde de Teberito (un crítico independiente).
No hay comentarios:
Publicar un comentario