martes, 26 de septiembre de 2017

Mi crítica de "El Padre" (Teatro-Strindberg)


Ahora Teatrix nos presenta "El Padre", obra cumbre del gran dramaturgo sueco August Strindberg (1849-1912), al mismo tiempo de su escenificación en la cartelera porteña. Strindberg, como mente original y brillante, supo medir el pulso de esa pobre criatura humana, tan despojada y desvalida, palpar sus miserias, dichas y sinsabores, crueldades y dulzuras, bajezas y grandezas, en fin todo el cauce de lo que pertenece a la humanidad en su conjunto e individualmente. No por nada Strindberg (junto con el noruego Henrik Ibsen) eran los dos autores favoritos del teatrista Ingmar Bergman, otro conocedor del alma humana en su esencia. Bergman se formó en el teatro, mucho antes y a la par que en el cine, y se regocijaba con sus puestas de Strindberg. Pero esta nueva puesta en escena fue dirigida y adaptada por Marcelo Velázquez, quien eligió una escenografía despojada para contar esta cruda historia, tan solo una serie de practicables que sirven tanto de pasillo de entrada y salida de los actores como de escritorio en donde guarda sus materiales el Capitán Adolfo, el padre del título.
Con un elenco parejo se desarrolla este relato, en donde sobresalen Edgardo Moreira como ese atribulado, despótico y loco Adolfo, Marcela Ferradás, como Laura, su mujer, la joven y bella Denise Gómez Rivero, como Bertha, la hija de ambos, y muy especialmente Ana María Castel, con todo su bagaje de teatro y kilometraje recorrido en las tablas, en el rol de Margarita, la ama de llaves de la casa y nodriza de Adolfo.
Es una historia en donde los límites de la razón se desdibujan, tal vez por las malas artes de Laura, quien no ofrece ningún asidero posible en su carácter de compañera de Adolfo, poniendo en duda a la vez la paternidad de su hija y declarándolo insano ante el médico recién llegado. Adolfo hace lo suyo. Es ante todo un gran misógeno, se perpetúa como "pater familiae" y única razón posible de existir de todas las mujeres que lo rodean, odiándolas a la vez por el simple hecho de haber nacido hembras. Asimismo expresa su confusión mental en constante llanto ("¿quién dice que los hombres no lloran?") y perturbación, llegando a exabruptos totales y, en el colmo de la alienación, a blandir una pistola contra su amada hija, y disparándole (sin balas, porque la buena de Margarita se las ha sacado). Todos luchan por ponerle un chaleco de fuerza y enviarlo al manicomio, pero ninguno se atreve a ponérselo. El plan es que él siga manteniendo a la familia con su sueldo, una vez aislado y poder vivir en paz sin someterse al yugo esclavizante de ese padre que lucha por imponer su voluntad. Aunque su voluntad es también cuestión de entredichos: él quiere mandar a Bertha a estudiar a la ciudad, hospedándose en casa de amigos, lo cual es el plan opuesto al de su madre...
Y aquí entramos a otro de los nudos gordianos de la obra: la lucha de poderes. ¿Quién es más fuerte, la esposa o el esposo, aunque para ello deban emplear como botín de guerra a su propia hija? ¿Es poderosa Laura al escamotearle todas las cartas dirigidas a los libreros para que le traigan su material de estudio a su marido? El poder que detenta él, ¿no pende de un hilo como lo hace su salud mental? ¿Puede residir el poder en manos de un loco? Estas son sólo algunas de las preguntas que nos propone esta inquietante pieza. El antiguo médico ha sido despedido, y se ha contratado al Dr. Ostermark (Enrique Dumont) para que declare a Adolfo fuera de sus cabales. Lo primero que esgrime su esposa es que se la pasa viendo material sacado de meteoritos en su microscopio para dictaminar si hay vida en otros rincones del universo. Pero Adolfo se corrige con el médico, no los mira en un microscopio sino en un espectroscopio, con lo cual da chances sobre su posible salud mental. El límite de la salud/locura es muy endeble, parece querer decirnos Strindberg, y lleva esto hasta las últimas consecuencias, hasta hacerlo volver un niño apoyado en el regazo de su madre (o nodriza, ya que es Margarita quien cumple esta función).
Otro tema importante es el del ateísmo frente a las distintas formas de religión que se profesan en la casa: Margarita, por ejemplo, es bautista, y enseña a Bertha el poder de la oración. Cantan juntas cánticos celestiales con voz de ángeles y se solazan juntas hablando de la vida ultraterrena. Hay también un pastor luterano metido en todo esto: es el hermano de Laura (Luis Gasloli) quien apoya a su hermana en declarar enajenado a su cuñado, con quien se lleva muy bien, dicho sea de paso. Cada uno comprende al otro su postura ante los estadios de la fe y se respetan, pero Adolfo no puede tolerar los vestigios místicos en sus mujeres.
La música en escena, por el magnífico piano y manos de Alejandro Weber, da un realce inigualable a la obra, poniendo sus acordes en los momentos más culminantes de la obra. El vestuario de época es también adecuado y muy cuidado. Adolfo se especializa en estudiar los minerales, no conforme con su profesión de capitán del ejército, y sobre todo, los llegados desde mundos muy lejanos. ¿Querrá decirnos esto que Adolfo vive en otro mundo, muy alejado de este? Es probable. Pero en sus ratos de cordura, esa lucidez suena muy convincente y muy científico. Advierto, no busquen comicidad en esta obra, si bien es calma y descontracturada, porque no la hay. Es un drama hecho y derecho, al que tanto actores como director y colaboradores todos, saben sacarle provecho.
Y no se olviden que clickeando el "Ver Obra" pueden acceder a la obra completa, tal como la envía Teatrix.
Y gracias por leerme nuevamente hasta acá.
El Conde de Teberito (un crítico independiente).

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