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Con el estreno de "Tarantorno" -diría el personaje de la villera de Juan Pablo Geretto-, Teatrix sumó un poroto más a su lista. Es una obra sumamente perturbadora, pero no por el tema que toca, que hubiese sido buen material para Freud o un descendiente cercano del Edipo de Sófocles, sino por la desmesura de las actuaciones de todo el elenco. Al frente está el gran Pompeyo Audivert, encarnando a una madre monstruosa, devoradora de hijos como Cronos y totalmente avasallante como la peor de las plagas tebanas. Pompeyo, con su gran porte y esa cara que lo pone siempre al borde de la monstruosidad, con su máscara clownesca-pesadillesca es el intérprete exacto para trepar sobre sus hombros los vestidos femeninos y la peluca, sumado al maquillaje expresionista que lo convierten en un esperpento de la más profunda raíz de Valle Inclán. El desborde está presente también en sus hijos, Ernesto, José Alfredo y la muy tímida Silvia y en esa enfermera también descomunal llamada Tití. La madre, Rosario, guarda un gran secreto familiar, compartido sólo con José Alfredo, el hijo que abandonó la casa señorial de principios de siglo ideada por Florencio Sánchez en su obra "El Pasado" para hacerse comunista o anarquista. El trastorno es lo que arrastra la familia toda en la podredumbre social que arrastra, no por el hecho de ser de clase alta y dueña de media provincia, sino por la descomposición de un secreto bien guardado que, como "La Carta Robada" de Poe, sin embargo está a la vista de todo el mundo. El problema de ese enigma son sus consecuencias y la capacidad de seguir engendrando monstruos, como los que habitan esa mansión de desquiciados, desprovistos de toda humanidad -sólo la animalidad que vive encerrada en un baúl y devora todo lo que se le pone a mano- parece ser lo que habita el corazón de esos seres funestos. El problema no es engendrar monstruos sino cómo disfrazarlos. Suelen usar perfume francés, pasear por las callejuelas de Londres y vestir con finos encajes importados, por no hablar del personaje de la abuela, otro ser tan siniestro como el que más, que busca la figura de un dictador que venga a poner orden en este sagrado país. Sangre y muerte es de lo que se alimentan estos monstruos, que en sí no difieren demasiado de los de Dino Risi o los del musical del mismo título visto años atrás en nuestro país. Repito una vez más: sin la tragicómica figura de Pompeyo Audivert con sus ojos desorbitados de huevo frito y su corpachón enorme, esa Rosario no hubiese tenido el peso dramático en la obra que se le asigna y que infunde tanto temor entre sus hijos como en el público.
La anécdota es simple: Rosario, Tití y Silvia están levantadas a las 3 de la mañana pues Ernestito no ha vuelto a casa, después de visitar a su novia Carmen Arce, heredera de otra cuantiosa fortuna. Llaman a su otro hermano, José Antonio, a quien no visitan desde que se hizo comunista y huyó con la criada para casarse con ella y tuvo dos hijos a los que su abuela llama "simios", abrumados porque después del suicidio del padre de familia, Ernesto es la joya más preciada que queda en casa. Rosario dice de sus nietos que el trastorno mental crea monstruos, sin querer reconocer que la iniciadora de esa estirpe no es otra que ella. Decide sobre todo, piensa por todos, actúa por todos, tal vez para no dejar ver las grietas de su pasado por donde entra el agua que puede hundir el barco.
Ernesto llega, borracho y demacrado porque le han cerrado la puerta en la cara en casa de su novia justo la noche en que le iban a decir al padre de ella que el compromiso iba en serio. El asunto ya toca ribetes de escándalo social. Dada la clase social el motivo puede ser dificultosamente tratado dentro de la política imperante en el país -algo que ya está tan perimido como la clase social que manda, una oligarquía conservadora que muestra sus fisuras por doquier- José Antonio, quien llega a la casa sobresaltado y ya encontrándose con su hermano viene a exponer su discurso netamente contrario al de la familia. Ernesto se confiesa con él: se ve en el desmoronamiento de su pertenencia social y no se cree ya en cualidad de sostenerla ni de merecerla. Ahora se denota la complicidad entre la madre y José Antonio por ese dichoso secreto. Se intentará poner fin de todas formas a la relación de Ernesto con su novia Carmen antes de que las consecuencias sean trágicas. Aparece en escena la abuela -otro ser repulsivo- y José Antonio se violenta con ella porque él no cree en Dios y la abuela lo maldice. Hay una intriga entre Rosario y la familia Arce y José Antonio está al tanto: es el encargado de ir con el cuento de que vio a Carmen en brazos de otro, como para que Ernesto se olvide definitivamente de ella. La abuela aparece con un revólver y quiere matar al apátrida de su nieto comunista. Es desarmada por Rosario, mientras se sostiene una palea entre Silvia y Tití por la soltería: ésta se defiende diciendo que si se quedó soltera es por servir a los de arriba, mientras que a la otra le faltaron candidatos y ya está a punto de convertirse en una solterona vieja y desahuciada pues nadie la querrá con su edad, mientras que ella no tuvo que envidiar pretendientes.
Rosario entonces inventa la excusa de que se rumorea que alguien de la familia de los Arce está tuberculoso, para que sus hijos no se encuentren más. Pero el Señor Arce se ha hecho presente, Rosario teme este encuentro y manda a encerrarse a todos a sus cuartos por el posible contagio. Así nos enteramos que en el pasado Rosario ha tenido amoríos con este hombre y que Ernesto y Carmen son hermanos. Rosario se le va encima tratando de revivir la vieja pasión pero su respuesta la inquieta. Ernesto se cruza con el señor Arce cuando este va de salida y le dice que no hay motivo para tener cerrada su puerta para él. Arce se retira. Pero Ernesto trae una carta de Carmen donde le dice que importantes problemas de familia los separan. Ernesto le obliga a decir a su madre si es cierto que él es hijo de Arce y si ella mató a su padre. Ella asiente, trastornada. Ernesto queda solo con José Antonio y con Silvia y se desmorona contra un espejo, como demostrando que ha quedado fragmentado en dos, alienando su personalidad. Tití, que se ha enterado, está contando todo por teléfono a una amiga y con el diálogo, salen todos sus resentimientos de clase. Mientras, aparece Ernesto con la efigie de su padre, es manejado como un títere por José Antonio quien le hace decir lo que él quiere y hacen una parodia de sus padres: Rosario y Ernesto padre. Finalmente, envuelto en el trastorno, Ernesto saca un arma y se suicida y pasa a formar parte del baúl que encierra al monstruo de la agresión. Era de él toda esa ira que ahondaba allí y que no era permitido salir y a quien alimentaban con muñecos que representaban seres vivos.
Finalmente todo vuelve a la normalidad, y llega de visita José Antonio con sus dos hiitos-niños-simios a saludar a su abuela, y vuelve a vivir en la casa. Su esposa está donde le corresponde estar, en la cocina fregando los platos, y según el pedido de la abuela, después subirá a hacerle la cama. El trastorno ha desaparecido como por arte de magia, la nobleza de clase vuelve a recobrar el viejo lustre y el incesto ha sido evitado, con su execrable contingencia de la descendencia de nuevos monstruos.
Y un toque más: Pompeyo se define como un muy buen intérprete de piano, en esa madre carnívora que puede tocar las piezas más dulces al piano y por el otro lado fagocitarse a sus propios hijos. Una gran lección de teatro. Pompeyo impecable y cada intérprete en el rol que le tocó jugar, le sacó lustre, siempre con la desmesura y la altisonancia que caracteriza a esta obra, mezcla de expresionismo y grotesco más descarnado.
Y gracias por leerme nuevamente hasta aquí.
El Conde de Teberito (un crítico independiente).
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