Acabo de ver por Teatrix el nuevo show unipersonal de Diego Reinhold y me queda una indecisión de no saber si lo que vi fue una maravilla o una porquería... Paso a explicar. Reinhold se corta solo para este espectáculo y lo hace todo: baila, canta, hace stand up... pero baila mejor que lo que canta y canta mejor que lo que actúa. Y sí, es porque gracias a su actuación se pierden algunos de los mejores chistes del monólogo -que abundan, aunque no todos con la misma eficacia- es buen actor, es muy expresivo, peor algo falla en su forma de decir, o de interpretar los chistes, que no cumplen su cometido. Los pienso en boca de otro actor y me desternillo de la risa, pero en la suya no funcionan. Puede ser que hable muy rápido, o que dé mucho el tipo gay, no sé qué es lo que tiene, a mí no me llega, no me logra transmitir.
Acá nos enfrentamos con otro problema: está al servicio de la tecnología y no al revés. La puesta en escena del espectáculo es abrumadora, está muy bien ideado, y espectacularmente ensayado, pero la técnica se come al comediante. Hay una introducción donde se juega con las imágenes y el doble sentido que adquieren los vocablos que las designan, todo sucede muy vertiginosamente y hay algunos gags que se escapan. Hay una pantalla de proyecciones y todo pasa por ella, incluso cuando Reinhold baile o cante, todo se juega a través de la pantalla, hasta verse desdoblado en un coro de bailarines que son... él mismo. El director del show es el mediocre Daniel Casablanca (el mismo de Los Macocos) y la verdad que la puesta en escena se luce, pero la tecnología es más importante que el show mismo.
Después de la deslumbrante presentación a todo ritmo viene un monólogo en donde hace referencia a nombres de ciudades o de países hábilmente mezclados en el discurso, se nota que hay mucha creatividad en juego y mucha idea, pero el resultado se ve opacado por una rigurosa actuación (tal vez se vea muy encadenado al texto, se lo nota temblar en todo momento, aunque está muy atento a la improvisación y al juego con el público). O tal vez sea que detrás del juego de palabras no hay alma, no hay vida, no haya substancia que lo justifique. Además, que quieren que les diga, a mí Reinhold me resulta muy putazo, no obstante que se justifique diciendo que "salí con una chica... grande. Sí, lo que pasa que cuando son grandes uno ya las encuentra separadas... una pierna por un lado, el brazo por el otro, la cabeza más allá... Fuimos al cine y en la puerta la atropelló un camión, tuve que entrar solo al cine. No vio el trailer... de la película". Sí, juega mucho con las palabras y lo hace a una velocidad tal que buena parte del público se queda en ascuas. (Y muy pocos son los que aplauden). Aún así, a toda rapidez, logra mantener un show por una hora diez, sin parar, él solo ayudado por sus proyecciones en la pantalla. Baila y canta "Sunny of the street" con mucha gracia y ductilidad para el baile y el canto y termina agitado (gran error para un artista que se precie). También se escucha en off la canción "Champan" por María Martha Serra Lima y a continuación "Puerto Pollensa", por Sandra Mihanovich en donde se juega con la iconografía de los vocablos, es decir, con la representación visual, en dibujos, de las palabras de la canción. Y Diego sabe cómo sacarle el jugo a todo esto con su mímica y su gestualidad.
Enseguida viene un monólogo en dónde el juego de palabras que se hizo antes con los nombres de ciudades se realiza ahora con términos de informática. Es rápido e ingenioso, pero no llega a producir gracia. Repito, hay muy buenas ideas puestas en juego pero su ejecución no es brillante. Reinhold insiste en hacer chistes sobre la parálisis de la Michetti. Se juega a la incorrección política, al humor negro y al mal gusto, amén de repetirlo hasta el cansancio. Me enseñó mi directora de teatro Elsa Orrea, que un chiste puede repetirse hasta tres veces en un mismo espectáculo, más veces ya pierde la efectividad. Y Reinhold juega con la silla de ruedas de la pobre Michetti hasta llegar a cansar (es la muletilla del show). Sigue un enganchado de imágenes de cine que el revive con gran entusiasmo pero no son llegadas a decodificar por el público poco ávido de cinematografías. Sólo utiliza la imagen de Pinti (casi sobre el final del sketch) para decir: "¿Vieron lo joven que estaba Pinti? Si uno lo ve ahora es el regreso de los muertos vivos". Engancha con un monólogo sobre enfermedades y el paso de la vida cruel (y es mucha) y lo que más me resonó es que después de los 50 hay que hacerse todos los años el examen de la próstata (Ayyyyy). Y que ahora la ciencia avanza un montón, pero para dicho estudio siguen utilizando el diagnóstico táctil... y encima el médico no te promete que se van a ver otra vez... así, sin romance, dice el avezado Reinhold. También comenta que cuando cumplís los 20 sos un veinteañero, cuando los 30 un treinteañero, pero después de los 40 ya sos un "cuarentón", luego un cincuentón, y después pasás a la categoría de "sexagenario". Todo muy negro, ¿vio? Reinhold insiste en utilizar un vocabulario lleno de puteadas y un "boludo" constante. Más aún cuando habla del trabajo, de lo mal que hace trabajar (¡¡¡ !!!), que en un país lleno de vacas tendría que ir cada uno y pedir que le regalen su litro de leche. Pero no, te inculcan desde chico que si querés conseguir algo en la vida lo tenés que hacer trabajando. Y que si querés obtener algo te tenés que "romper el culo", ¿por qué hay que romperse, digo yo? (dice él), y con el sudor de tu frente. Yo prefiero mejor romperme la frente con el sudor de mi culo (dice en un chiste sin nada de gracia Dieguito). En fin, que canta una oda a la vagancia y a obtener las cosas gratis, digno de los mejores "planeros". ¿O acaso no sabe este señor que él es un dichoso que hace lo que le gusta, y no por obligación, como tanta gente que tiene que levantarse para ir a un trabajo que no le gusta y que encima está mal pago y tiene que luchar en el tren o en el colectivo para llegar al mismo? Realmente me parece de muy poca gracia que esta persona escupa para arriba, no agradeciendo la bendición que tiene. Insiste una y otra vez en "escribir" los chistes que le son aplaudidos y en desechar aquellos que no tienen respuesta del público.
Y termina agradeciendo a la escuela de teatro adonde lo mandaban en la casa los viernes por la tarde, porque sabía que allí podía ser libre, que no había que izar la bandera ni cantar el himno, no había que hacer deberes ni pruebas sino que sólo tenía la obligación de ser él mismo. Y que eso es lo que le forjó una profesión que ama (¡por fin, tarde te diste cuenta!). Y termina el show cantando y bailando con aquellas figuras del cine que siempre admiró, desde Bugs Bunny y la Pantera Rosa hasta Fred Astaire, Gene Kelly, Judy Garland o Shirley Temple. Y lo hace con la gracia y soltura de bailarín que es, que puede imitar todas las coreografías sin verlas en la pantalla pues él está por delante y se proyecta detrás, lo que demuestra una gran sincronización y mucho tiempo de ensayo.
Es una pena que un show tan estudiado milimétricamente, tan coreografiado al segundo y tan pensado desde su estructura visual y temática, con tal fortuna para el chiste fonético en cuanto al vocabulario, tenga tan poco resultado en su concreción. Algo en la dirección falló (Daniel Casablanca), o en la elección del actor. Hay que tener más cuidado cuando se planifica un show que en manos de otro podría brillar y ser un éxito u opacarlo definitivamente como en este caso.
Y gracias por leerme nuevamente hasta aquí.
El Conde de Teberito (un crítico independiente).
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