Ayer aproveché el veranito para despedir el otoño y me escapé de nuevo para el teatro. "Inenarrable", calificó un espectador a la salida a esta obra, y creo que es el término más exacto que se puede utilizar. Porque no hay forma de describir el milagro escénico que sucede en el escenario del Metropólitan Sura, con palabras para explicárselo a quien no haya estado allí. "Vértigo" es la otra palabra que se me ocurre para adjetivar ese constante movimiento y cambio de personajes que realizan los dos magníficos pianistas-cantantes-actores y bailarines que son Harnán Matorra y muy especialmente Santiago Otero Ramos. Sucede que estos dos eximios pianistas (conocidos por tal oficio en el medio artístico), han devenido actores, y lo hacen con las mejores armas de cualquier actor profesional, es más, superando las posibilidades de muchos de ellos. Y es que la comedia que acá se transita es una de crímenes, es una parodia a aquellas novelas, obras de teatro o filmes de Ágatha Christie en donde un detective (casi siempre el inefable y excéntrico Hércules Poirot) se ve envuelto en una o más muertes con decenas de sospechosos a analizar. Y acá el detective no es tal, sino un simple oficial de un pequeño pueblo, llamado Marcus Moscowicz (el oficial, no el pueblo), asumido por Hernán Matorra, que es llamado para ocuparse del asesinato del escritor de novelas policíacas Arthur Whitney, muerto cuando arribaba a su fiesta de cumpleaños de un tiro en la frente. Pero el caso excepcional es el de Santiago Otero Ramos, que deberá personificar a los doce sospechosos. Y lo hace casi sin atuendo especial (un par de anteojos para la esposa del difunto, un pañuelo para la bailarina, y pará de contar), corporizándose en cada uno de ellos sin que prologue una transición, cambiando de voces, posturas y actitudes, muy definidas y personales todas que hacen reconocible al personaje de que se trate aunque no se lo presente. Es un prodigio de actuación, histrionismo y capacidad camaleónica para transformarse. Y lo hace con hombres y mujeres, tornando creíbles a cada uno de ellos. A la vez tocan el piano, mientras hablan, a dos o cuatro manos o alternándose en el teclado sin parar de tocar, haciendo un humor musical divertido, fino e irónico que bien podemos asociar con Les Luthiers. Pero además cantan, y lo hacen con voces tiernas y bien templadas, estudiadas, rítmicas y acompasadas, como los acordes que brotan de sus maravillosos dedos. Y además bailan, y lo hacen de manera suelta, libre de prejuicios, creando climas de perfección cómica. Son dos verdaderos humoristas los que han tomado la conducción de esta obra.
Claro que nada de esto podría ser posible sin la sabia formación del director: Gonzalo Castagnino, quien se luce en sus intérpretes y en su puesta en escena. La dirección musical, otro pilar, corre por cuenta del siempre sorprendente y ya, amigo de la casa, Gabriel Goldman. El diseño de escenografía (sí, porque también la hay, y es muy sugerente e imaginativa) es de otro artífice, René Diviú, así como la traducción y adaptación de Joe Kinosian (libro y música) y Kellen Blair (libro y letras), corre por cuenta de Marcelo Kotliar. La iluminación (perfecta) es de Gabriel Ascorti y la coreografía de Joli Maglio. No podemos dejar de nombrar la producción de Juan Iacoponi.
Acá hay doce sospechosos, aunque, como en toda buena obra de Ágatha Christie el culpable será el menos imaginado, el más periférico o aquel que lleve el mayor protagonismo, según los casos (no olvidemos aquella novela donde el criminal era el investigador), si bien dista mucho Marcus de Poirot, este es despistado, no posee un don de observación perspicaz como aquel, ni un método preestablecido de deducción. Sí será apuntalado por la joven Susy, una licenciada en criminalística, sobrina del difunto, a quien le falta hacer su tesis, y cuyas preguntas insidiosas pondrán los pelos de punta a Marcus, pero quien se irá enamorando de ella al transcurso de la pieza, olvidando su fascinación por Barrette Lewis, la famosa bailarina, exquisita y sensual, a la sazón amante del finado y principal sospechosa del crimen. Pero también la autora puede ser la esposa renga del occiso Dahlia Whitney, quien siempre quiso brillar en el canto y el baile y fue opacada por la fuerte personalidad de su marido, el brillante escritor de novelas. Cada una de éstas hablaba de alguno de los doce sospechosos en particular (siendo un pueblo chico, se conocían las vidas, miserias y pecados de cada uno), haciéndoles partícipes de otros tantos crímenes. Hasta el psiquiatra del lugar, también invitado a la fiesta, el Dr. Griff, que conoce vida y obra de cada uno que, no por casualidad también son sus pacientes (hasta el mismo oficial Marcus es su paciente). Hay otros sospechosos como la pareja "discutidora" donde el marido, hosco y grosero acusa a su mujer de haber sido la culpable, o los mismos niños del coro, pequeños hampones en potencia, sin tener en cuenta al bombero del lugar que permaneció en el baño durante toda la velada o al propio Lou, acompañante del policía. Como vemos, las pistas no faltan y quien sea el asesino irá por cuenta de Marcus, pero eso es lo de menos porque el nombre podemos olvidarlo a la salida del teatro.
Lo interesante no es el punto de llegada sino el viaje que se hace para llegar a ese destino. Y el viaje es atrapante. Pleno de humor, que despertará carcajadas, llega incluso a acudir a un hombre de la platea para que materialice al Dr. Griff en su agonía mientras uno lo sostiene y el otro toca el piano (evidentemente, hacía falta un tercer personaje), lo cual es aplaudido de buena gana por el público. Las ovaciones son enormes cada vez que terminan un número musical, con todo el despliegue de humor, talento, buen oído musical y audacia que tienen los dos intérpretes. Se nota acá un gran trabajo de equipo, donde cada uno sostiene al compañero de la mejor manera, aunque haya lucimientos personales, cada uno le da el tiempo al otro para brillar, y luego asumir su propio brillo. La concepción de la obra es de por sí brillante, y requería dos expertos en varias lides para llevarla a cabo, y encontró en Hernán Matorra y Santiago Otero Ramos (sí, los menciono otra vez porque son dignos de aplausos de pie) los intérpretes exclusivos. Sería muy difícil imaginarse a estos personajes en otro cuerpo y otras voces que las tan adecuadas de estos dos.
Como les dije antes, la cartelera porteña tiene obras de muy alto valor estético en este momento, y no hay que dejarlas pasar porque sería una verdadera lástima. Hay que aprovechar la variedad de opciones porque son muchas y de muy alta calidad varias de ellas. Por lo tanto recomiendo (ya no fervorosamente) sino rabiosamente que vayan al Metropólitan Sura un martes a las 20.30 (no sé por cuánto tiempo más estará en cartelera) y se saquen una entrada para ver a estos dos auténticos genios (hoy palabra muy vapuleada, pero que en este caso corresponde con creces) y desde acá todo mi apoyo para que la obra continúe por mucho tiempo más. Los necesitamos, muchachos.
Y gracias por leerme nuevamente hasta acá.
El Conde de Teberito (un crítico independiente).
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