¿Por qué son efectivos los clásicos? ¿Qué nos hace disfrutar siempre de las obras imperecederas? ¿Por qué somos capaces de desgarrarnos una y mil veces con Violeta Valery, o reírnos cada vez con Chaplin o aceptar que Tosca mate por enésima vez al Barón Scarpia? Porque somos nosotros como espectadores, con nuestra mirada, los que actualizamos esa obra, los que le damos un contexto siempre nuevo, cada vez más actual, que comparta nuestras emociones del momento y avivamos las llamas del monstruo sagrado. Por eso es que Hamlet sigue vigente, lo mismo que Othello, Romeo y Julieta o Harpagón. Porque nuestro devenir de todos los días lleva nuevas aguas para las viejas fuentes y las vuelve inagotables y eternas. Es por eso que podemos ver una vez más ese clásico de todos los tiempos de la comedia musical que es "Hello, Dolly!", la obra inmortal con letras y música de Jerry Herman y libro de Michael Srewart, sin que aburra o caiga en la reiteración. No importa que esté fresca en nuestra memoria la película de Barbra Streissand con Walter Matthau, como emblema del musical clásico, aquella joya dirigida por el experimentado Gene Kelly y en donde asomaba la figura de un flacucho joven llamado Michael Cradford, que, andado el tiempo se convertiría en el personaje central de "El Fantasma de la Ópera", en su versión original de Broadway, el también inmortal musical de Andrew Lloyd Webber. No importa que ya la hayan transitado en nuestros escenarios Libertad Lamarque o Nati Mistral, ahora cuenta con la genial interpretación de una inmejorable Lucía Galán, como la casamentera Dolly Gallegher Levy.
Ahora sí, ya está preparada la fiesta y nosotros invitados al convite. La puesta en escena de este musical es nueva, mágica, deslumbra su colorido, su artificiosidad aparente. ¿De qué otro modo sino en el teatro Ópera se podría haber puesto porque tenía un escenario único capaz de albergar en él a una locomotora (reducida)? Y las canciones fluyen, a granel, hay mucha música y canto en esta producción, de la mano de los mejores intérpretes. Así quedarán sonando en nuestros oídos temas como "Necesito una mujer", "Antes que pase el desfile", "Ponte tu ropa de domingo", "Elegancia" o el hipnótico "Hello, Dolly!" que corona como gran joya de la noche en la voz de Lucía Galán y de todo el coro invitándonos a tararear y a hacer palmas. La voz de la "Pimpinela" es de soprano, con agudos casi imposibles de tolerar, como nos tiene acostumbrados en sus dúos con el hermanito, pero acá sabe llevar adelante la acción con una voz que se presta para esa viuda Levi empeñada en casarse con el viejo gruñón y tacaño de Vandergelder (Antonio Grimau). A decir verdad Grimau es el único actor en escena, que compone de principio a fin un personaje, dándole carnadura a su viejo y ambicioso Horacio que besa a su caja registradora y la abraza recordándonos al más pornográfico Néstor Kirchner en su escena de amor con su caja fuerte. Es una verdadera lección de teatro la que propone Grimau, alguien tan cercano al director Arturo Puig, quien lo condujo con mano maestra por los caminos de la actuación y el canto. Pero Lucía no se queda atrás. Es cierto que ella arrastra mucho público que va a verla porque es ella. Pero tiene bien ganados los aplausos del final: basta verla embucharse comida en la escena del restaurante, en un costado del escenario, mientras la acción transcurre a vistas del público, para descubrir que todas las miradas están puestas en ella. Come sin parar, una pieza tras otra, hasta que es obligada a hablar y ya no cabe nada más en su boca, por eso no le salen las palabras. Es totalmente graciosa, aunque el humor de la obra puede considerarse bastante elemental, simple, ramplón si se quiere, pero sigue ejerciendo su efecto en el público más virgen de experiencias teatrales.
No importa que Darío Lopilato sea Barnaby Tucker, es un mal trago que hay que pasar, para admirar al antagonista, Agustín Sullivan como Cornelio Hockl o a su enamorada, la siempre hermosa y eficaz Ángeles Díaz Colodero (hasta ahora vista sólo en "Papaíto Piernas Largas") como la seductora Irene Molloy, para descubrirnos que es una gran comediante, que puede ponerse al público en el bolsillo con su destreza vocal (en la hermosa balada "Lazos y cintillos") o con su belleza juvenil, sólo opacada por una horrenda peluca vieja que no sé de dónde habrán sacado. En el papel de Minnie Foy, la compañera de Lopilato está Laura Azcurra, también descubierta en estos azares del canto, aunque con un papel más deslucido. Una verdadera revelación constituye sin embargo Natalia Mouras, en su Ermelinda Vandergelder, la sobrina de Horacio, que casi no tiene diálogo, sólo se limita a llorar gritando, sabiendo que logrará producir la adhesión total de un público que ríe a carcajadas con cada estentóreo grito y que la adorará.
Todo en este musical está puesto para el disfrute, pero esa escena central, la que transcurre en el restaurante Jardines de Armonía se lleva las palmas, con su amplia escalera descendente, con una atmósfera a grand gignol, a espectacular emblema, por donde bajará Dolly para cantar el tema central de la obra. Es en esta escena donde se luce esa "chorus line" siempre oculta, la de los bailarines de reparto, que acá se lucen en su rol de camareros mostrando sus habilidades (que son muchas) y sacando lustre a un escenario que sin ellos estaría muy vacío. Es merecedora de elogios también la coreografía de Elizabeth de Chapeaurouge (Sombrero Rojo), quien logra un elenco armonioso y espectacular a la hora del baile, como así también la batuta de Ángel Mahler en la dirección orquestal que sabe sacar los timbres de cada partitura para que no nos olvidemos de ellos.
Todo este despliegue escénico tiene un sentido: contar la historia mínima de una casamentera que luego de pasar años en el invierno de la viudez y de arreglar miles de "asuntos" a otras personas, decide completar su vida uniéndose al hombre menos pensado, un viejo amarrete y tacaño que por fin descubrirá que el amor se ha hecho para él también. La lección de esta obra es que todos podemos encontrar la horma de nuestro zapato, allí en los lugares que menos pensamos, y que no importa lo mucho que ese amor nos cueste, siempre vale la pena penar por él. Así Dolly encuentra a su media naranja en Horacio Vandergelder, Barnaby en Minnie, Cornelio en Irene Molloy y Ermelinda en Ambrosio Kemper. Todos felices. Y el público satisfecho. Porque ha asistido a una bella historia de amor, con toques de comedia, con un gran despliegue de luces y sonido, con bailes frenéticos y con las más bellas canciones de la historia de los musicales. Toda una ceremonia que se lleva a cabo durante dos horas en el teatro Ópera y que tuve la dicha de compartir. Ahora vendrán vientos de cambio. Lucía Galán será trocada por Karina K, quien seguramente hará un desempeño igualmente digno y acorde a su calidad artística. Pero puedo asegurar que esta fórmula, por el momento no falla y es éxito asegurado. Y como dije al principio, siempre es bueno volver a refrescar un clásico como aquellos que alegraron nuestra infancia, esos musicales brillantes en donde todo era felicidad y alegría.
¡¡¡Larga vida al musical y bienvenida sea esta reposición de la mágica "Hello, Dolly!"!!!
Y gracias por leerme nuevamente hasta aquí.
El Conde de Teberito (un crítico independiente).
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