"Cría cuervos y te sacarán los ojos", dice el refrán popular. Ese es el origen de esta singular película del prolífico Carlos Saura, uno de los referentes del cine español durante y después del franquismo, con un cine siempre sutil, contestatario, que debido a su formalismo originalísimo resistió a los embates de la censura. En la actualidad, Saura cuenta con 88 años y sigue activo, aunque no de la misma forma de antaño. Las películas de Saura, sobre todo en su época más polémica se caracterizaron por mezclar o alternar pasado con presente, realidad con ficción, lo cual es un tema que puede explicarse mediante la aplicación del psicoanálisis, método deductivo original para el acceso al inconsciente. Y es del inconsciente, justamente de lo que nos hablan sus primeras y más fecundas películas. Después se dedicaría a una etapa del cine más netamente de corte musical, como lo fue su genial trilogía "Carmen", "Bodas de Sangre" y "El Amor Brujo". Agregaría "Flamenco", "Tango" y "Folklore" (estas dos últimas filmadas íntegramente en nuestro país). Estas últimas tres de dispar calidad.
Para "Cría Cuervos" va a contar como actriz principal a la niña Ana Torrent, un caso excepcional de precocidad y ductilidad en el cine español. Debutó a los 7 años en "El Espíritu de la Colmena", de Víctor Erice y siguió sin parar hasta la que hoy nos convoca, filmada a los 9 años (Torrent nació en 1966) hasta deslumbrar en "El Nido", de Jaime de Armiñan en 1983. Ya adulta, se convirtió en una hermosa mujer de muy buena presencia, y la pudimos ver en la originalísima "Tesis" de Alejandro Amenábar, de 1997, a sus 31 años. Hoy en día sigue dedicándose al cine y vive en Nueva York. Anita, que nunca pudo entender por qué los personajes y las personas que los interpretaban tenían nombres distintos, lleva aquí su propio nombre como el del personaje que juega.
Ana va a ser la testigo involuntaria de varias escenas claves de su vida. En su corta existencia ha visto morir a su padre Anselmo, un militar de carrera interpretado por nuestro Héctor Alterio, muerto de un infarto en pleno acto sexual con la esposa de un colega y amigo, Amelia. Ella es sorprendida por Ana cuando sale a las apuradas de la habitación, y aunque lo cuente, nadie lo creerá. Vio también agonizar a María, su madre (Geraldine Chaplin, por entonces esposa de Saura), en una lenta y espantosa agonía plagada de sufrimientos. Estuvo en su cuarto la noche de su muerte también. Justamente es Chaplin quien asume el papel de Ana a los 30 años para hablarnos de su pasado. Ana y sus hermanas, Irene y Maite (mayor y menor respectivamente) pasan a vivir con su tía Paulina y su abuela después de la muerte de su madre. Paulina es la figura autoritaria por excelencia, enmarcado todo en una falsa dulzura. Ana se resiste a las figuras autoritarias lo cual va a simbolizar la etapa final del franquismo (Franco murió el mismo año en que se rodaba la película). Y es a su tía a quien le desea la muerte repetidas veces, de forma desembozada y abierta o bien sutilmente en silencio. Y es para su tía justamente para quien va a preparar la pócima asesina. Su madre le había dado un pote que según ella contenía un veneno muy poderoso, para que lo tirara, pero Ana lo guardó, y es ahora que le servirá a su tía una leche mezclada con los polvos funestos en el último tramo de la película. Por supuesto la bebida no le hace nada y Paulina continúa con vida, pero una mezcla de culpa y frustración quedará implantada en Ana.
Ana convivió con la muerte desde muy temprano, vio morir a su padre, a su madre e incluso intentó poner fin a la vida de su abuela muda quien se resistió a último momento al viaje al más allá. Vio morir también a Roni, su amado cobayo, a quien le organizó un entierro cristiano no sólo con ataúd de cartón, ruegos y rezos sino con la estampita de algún santo. Así como les anuncia la muerte a sus dos hermanas cuando las descubre, jugando a las escondidas en la finca de Nicolás Lara (el amigo cornudo de su padre), y las dos chicas se caen redondas con tal dictamen de muerte. Para resucitarlas reza una oración con toda devoción. De la misma forma en que descubre a sus hermanas detrás de un árbol es como verifica que su padre está engañando a su mamá con la amiga de éstos, Amelia, besándose apasionadamente detrás de un árbol. Lo cierto es que Anselmo siempre tuvo fama de mujeriego y de mano larga (lo confiesa Rosa, la empleada rolliza de la casa, que se le iba la mano con ella). Y así se lo reprocha entre llantos María una noche en que él vuelve tarde a la casa. Lo cierto es que vamos del pasado al presente y viceversa sin solución de continuidad, y que en todos estos momentos álgidos estuvo la mirada de Ana para certificarlos.
Ana cree ver el fantasma de su madre a menudo, habla con ella, incluso le cuenta cuentos o la reprende cuando la encuentra en una falta. Son sólo alucinaciones, pero metidos en el mundo de Saura sabemos que esto no es así, tienen el carácter de lo real, del compromiso afectivo con el aquí y ahora de la alucinación. De tal forma es que Ana juega en el fondo de una pileta de natación vacía, lo que nos hace pensar en la representación del inconsciente, algo que subyace, que está por debajo de esa piscina que debió de haber estado llena. La seriedad y sordidez de Ana es constante, no sonríe jamás, salvo en los contados encuentros con su madre fantasmática o cuando escucha la canción de un disco infantil que se llama "Por qué te vas", interpretada por una voz de niña, una tal Jeanette, que sin embargo nos habla de un romance entre adultos. Así de niñas-adultas es el juego de las tres hermanas de vestirse con la ropa de su tía (kimono. corpiño, zapatos de taco) y utilizar sus maquillajes para revivir teatralmente una escena de reproches entre su padre y su madre muy vívida, con la candidez y la verosimilitud que tienen los juegos infantiles. No importa que las tres asuman roles de mayores, pintadas como mujeres adultas u hombre de bigotes y con pelucas o gorra militares, serán descubiertas por su tía quien las reprenderá cariñosamente.
Ana, desde la treintena, analiza que por qué se dice que la infancia es el territorio de la felicidad y la inocencia si para ella fue todo lo contrario, un campo minado donde debía tener cuidado al dar cada paso porque no sabía dónde podía explotar el misil. La infancia para Ana fue ese lugar de los conflictos que la dejarían marcada de por vida, a punto tal de perder la sonrisa, algo que sin embargo parece haber recuperado a sus 30 años. Saura nos somete de esta forma a un constante ir y venir del pasado al presente y lo contrario, como una visita al psicoanalista gratuita, donde el analista, en este caso es él. Y nos regala un paseo por los demonios de una niñez signada por las desdichas pero también, por algunas alegrías, sobre todo cuando se escucha la alegre canción.
Y gracias por leerme nuevamente hasta aquí.
El Conde de Teberito (un crítico independiente).
No hay comentarios:
Publicar un comentario