La verdad es que ya había desconfiado de las virtudes de Teatrix, debido a los últimos estrenos. Había estrenado "Stéfano" el jueves pasado y tenía que verla, y la verdad es que pensaba y penaba que me iba a aburrir muchísimo con esta obra escrita a principios de siglo (más exactamente en 1928) y con personajes provenientes del grotesco. Cuál no sería mi sorpresa al descubrir que se trataba de una obra ágil, dinámica, plena de vida y de contrastes, adaptada y dirigida por el talentoso Rubén Pires y puesta el año pasado en Andamio 90. Con un equipo liderado por los grandes Luis Longhi y Maia Francia la obra respira, adquiere comicidad y dramatismo, con fuertes tintes del problema de la inmigración en la Argentina. Se trata ni más ni menos que de un grotesco criollo, que es un género dramático cultivado en nuestro país y atribuida su creación al mismo Armando Discépolo (autor de la pieza) a partir de su obra "Mateo". En su seno confluyen desde el grotesco italiano hasta el sainete criollo. Armando Discépolo fue un director y autor argentino que vivió 83 años, creador de varias obras clásicas del teatro nacional, entre ellas "Stéfano", "Mustafá", "El Organito" y "Babilonia". Fue el hermano del poeta y compositor de tangos Enrique Santos Discépolo.
La obra presenta varios personajes bien definidos y caricaturizados por un maquillaje que remite al grotesco (caras pintadas de blanco con cejas dibujadas con aire cómico, muy marcadas), todo en la presentación de los personajes inspira a la gracia y por qué no, al patetismo. Los protagonistas son Stéfano (Longhi) y su esposa Margarita (Francia), él un inmigrante italiano y ella porteña, que viven con los padres de él, dos italianos venidos a "hacerse la América": Gino (Marcelo Bucossi) y María Rosa (Elida Schinocca), de 80 años, espléndidos. Con ellos viven también en ese conventillo de la Boca los hijos de la pareja, argentinos: Esteban (Mario Falcón), la histérica y llorona Ñeca (Lucía Palacios) y el retrasado Radamés (Nico Cúcaro). Con ellos está pintado el cuadro familiar. Todo se sucede vertiginosamente, sin dar lugar al respiro, y confundiendo las emociones, que se agolpan en el alma del espectador. Stéfano es un pobre tipo, sin carácter ni valentía para afrontar la vida, se desempeña en una orquesta sinfónica como clarinetista (Longhi sabe tocar ese instrumento tan bien como el piano) y como copista de partituras (es el que adapta la formación musical de cada instrumento dentro de la partitura). Aunque fue medalla de oro en el Conservatorio de Nápoles trajo a sus padres a vivir a la Argentina con el sueño desmesurado de escribir la gran ópera, de ser un nuevo Verdi, ópera que por las cuestiones de la cotidianeidad nunca pudo sentarse a escribir, claro tenía una familia que mantener, con tres hijos que comían (uno muerto, Santiaguito, que era el que más prometía) y que no trabajan, una esposa que friega todo el día y dos padres ancianos. No estaba el mundo para óperas. Basta con tener para mantener a la familia. Igual escribe sus composiciones para piano, de las que tiene acumuladas las partituras pegadas alrededor del espejo. Es su hijo disfuncional Radamés el que lo comprende y sueña con que algún día va a escuchar la gran ópera desde el paraíso del Colón. Stéfano trata de confortar a todos con su buen humor y su capacidad para adaptarse a levantar el ánimo de los pobres decaídos, aunque se trabe en discusiones yertas con su padre mientras su madre llora.
Aunque don Gino tiene su parte de razón para quejarse. Su hijo los trajo a América diciéndoles que era la gran oportunidad. Aunque en Italia no les faltaba para comer, el hombre necesita de otras cosas, su terreno, su lugar en el mundo y paz, dice su padre. Y eso no lo encontraron todavía en la Argentina, tierra de promisión y esperanza. Ya lo van a conseguir, se defiende Stéfano, cuando él escriba la gran ópera. Mientras Margarita plancha y lava ropa, cocina y cuida de sus hijos, aunque el mayor es un tiro al aire que sale temprano con sus amigos y vuelve a altas horas de la noche, siempre bien empilchado. Ñeca colabora en las labores de la casa aunque tiene la manía de andar llorando a los gritos por cualquier cosa todo el santo día. Stéfano trata de agradarles a todos, siempre conciliador, siempre con su aire risueño y su música en el piano que es lo más importante para él, casi como respirar. La vida es una ilusión, dice él, y de ilusiones vive.
Hasta que revela la gran noticia: lo han echado de la orquesta. Por culpa de un tal Pastore que se quedó con su puesto. Su esposa le dice que se defienda, que salga a romperle la cara, pero Stéfano es un hombre manso, que no le haría daño ni a una mosca, no puede defender lo que es suyo. Aunque cuando comparezca el mismísimo Pastore (Gonzalo Javier Álvarez) a su casa, con culpa y casi llorando, le diga que lo echaron porque el director de orquesta ya no daba más. Su puesto había quedado vacante y él no hizo más que tomarlo. Desde hacía más de un año que Stéfano venía "haciendo la cabra", pifiándole a las notas, entrando a destiempo, y eso ya era imposible de tolerar. Stéfano se define ante Pastore como un hombre que tiene conocimientos, no sólo de música sino de las cosas en general, y que el otro es un simple ignorante. Lo pone a cantar y este interpreta con gran talento no sólo "O sole mio", sino que también "La donna e mobile" y "Nessun dorma". Es un verdadero tenor, no sólo un arribista. Pastore le trae unas partituras y Stéfano, luego de tratarlo muy mal, hace con él las paces.
Pero una noche Stéfano vuelve borracho, desorbitado, en pleno estado de beligerancia. Despierta a toda la casa y pone todo patas arriba, le canta cuatro frescas a su mujer y a sus hijos, sin dejar de discutir con sus padres. Es todo un tour de force para Longhi que entrega el alma en esta composición. Se lo ve desesperarse, vaciarse su alma y su espíritu y descomponerse verdaderamente frente a ese estado de lucidez, tal vez el más grande que haya tenido en su vida. Cuando todos lo dejan solo empieza a toser sangre y finalmente cae muerto. Ha dejado su vida con sus sueños, su ópera inconclusa y su familia sin un sueldo. Pero muere dentro de sus convicciones.
De sainete ha pasado esta obra a convertirse en una verdadera tragedia. La tragedia de tres generaciones, una de inmigrantes enraizados en su país que vinieron a probar suerte a un mundo mejor, el nexo entre ellos y la nueva tierra que es Stéfano al casarse con una argentina, y la tercera generación, la de sus hijos nativos del país. Un verdadero drama existencial y de transculturación. Además que toda la obra está hablada en un italiano parte cocoliche parte italiano verídico, del que salen muy airosos los actores. Con unas actuaciones magníficas, restallando por sobre todas la de Luis Longhi, el que tiene el mayor peso de la obra, pero a la par con Maia Francia y con todos los demás. Un verdadero lujo de la dramaturgia nacional y muy particularmente de este elenco dirigido por la sabia batuta de Pires. Para recomendar.
Y gracias por leerme nuevamente hasta aquí.
El Conde de Teberito (un crítico independiente).
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