Empecemos por señalar lo más obvio: se trata de una película que lleva de punta a punta el sello personal de Woody Allen. Con esto queda dicho que estamos ante un film desbordante de ingenio, originalidad, humor de altísima calidad y un espléndido componente de realismo psicológico en atenuada clave de caricatura.
Queda dicho también que es una película dirigida a la inteligencia y emoción del espectador, consideradas como categorías que no se pueden separar. En "La Mirada de los Otros", como en todas sus obras, Woody Allen no usa un discurso para lo intelectual y otro para lo afectivo: mezcla todo de manera deliberadamente confusa en un único cauce, de modo que al público no le quede ninguna chance de separar lo racional de lo que apunta al sentimiento. Nadie -ni el más minucioso de los analistas ni el más perspicaz de los críticos- podría poner orden a la fascinante mesa de saldos que Woody pone a disposición cuando despliega su vertiginoso torrente de vivencias y revelaciones humanas. Es cierto que no hay nada de novedoso en este desborde de vitalidad que desbarata cualquier intento de acomodar las cosas desde lo racional. Al fin y al cabo, esa es la fina trampa que el genial neoyorquino nos viene tendiendo desde hace mucho antes de "Manhattan", "Annie Hall" y "Crímenes y Pecados" y tantas otras realizaciones magistrales nacidas de su inspiración. Pero siempre es una fiesta volver a caer en las redes de un artista tan iluminado y creativo.
En la película que llegó a los espectadores porteños, Woody Allen nos invita a compartir una historia divertida y terrible. Nos cuenta los avatares de un director de cine que en el preciso momento que empieza a filmar una película, tropieza con un inesperado "contratiempo": se queda ciego.
Se supone que perder la vista es una experiencia extrema y trágica, pero el protagonista de este film no lo vive de ese modo, sino en función de la dificultad que le crea para la concreción de su más inmediato proyecto profesional: dirigir el film que le han encomendado. Esta arbitrariedad argumental de Woody pasa un poco inadvertida, pero en ella está escondida la clave de su mirada de artista y de pensador informal: alguien se queda ciego y en vez de medir su desgracia como una tragedia que habrá de condicionar toda su existencia futura la recibe como una fastidiosa contrariedad "profesional". Algo así como si a un general que está por encabezar un desfile se le hubiera salido un botón. En el mundo de Woody Allen no sólo se mezclan lo intelectual y lo emocional: también se confunden irremediablemente lo cotidiano y lo trágico, lo pequeño y lo grande, lo trivial y lo cósmico.
Ver de que manera ese director privado de la vista se desplaza por el set de filmación como si nada le pasara, tropezando a cada rato con mesas y sillones, implica bastante más que una inocente diversión. El film nos va haciendo participar de una sutil angustia, que se roza a cada instante con la desesperación, con el ridículo, con el disparate. Tensa y crispada, la película tiene un trámite festivo, aunque el esqueleto abstracto de la película amenace tocar los límites de la tragedia clásica.
En efecto: un film en el que todo está iluminado menos la mirada del director no deja de remitir a una paradoja torturante y culposa. Evoca la idea cruel de un mundo regido por un dios ciego o, más precisamente, la contradicción de un arte cinematográfico gestado desde la más completa oscuridad. Pero si el drama de prosapia mitológica sobrevuela tácitamente por encima de los personajes -y especialmente, por sobre la cabeza del protagonista-, la película mantiene en todo momento un brillo exterior, la alegría visceral y el dinamismo acelerado y caótico de las mejores comedias de Woody Allen. Desde su diálogo chisporroteante y alocado, el film arroja permanentemente chispas sarcásticas sobre una serie de temas muy caras al creador de "Manhattan": el mundo y el submundo de Hollywood, las tramas ocultas de la industria del cine, la dudosa omnipotencia de los productores, las oscuras extravagancias de los directores, las formas en que se negocian los grandes contratos y los pequeños papeles de reparto. Hay señalamientos humorísticos bien de la trastienda hollywoodense, como el sensato cuestionamiento a la discutible utilidad de trasladar ciertos rodajes de California a Nueva York, para terminar reconstruyendo en estudios la torre del Empire State.
Hay sarcásticos fuegos artificiales sobre las relaciones de pareja, sobre la caída y la subida de la autoestima y sobre algo tan difícil de dilucidar como las ventajas o desventajas de contratar a un cameraman chino. Y no faltan las ironías sobre cómo se prepara la realización de un film, cómo resulta finalmente la película y qué opinión habría de merecerle, en definitiva, a la decisiva crítica francesa. Sobre esos y otros temas se ironiza a toda máquina sin parar.
El espíritu burlón de los diálogos convive con la sombría realidad de la ceguera (psicosomática y transitoria, pero ceguera al fin) y todo llevará, finalmente, al progresivo reconocimiento de un mundo en el que todos estamos un poco ciegos y que necesitamos que alguien mire por nosotros las cosas que están un poco más allá de nuestra órbita de luz. La rara intriga culminará con la comprobación de que también el amor puede perderse y recuperarse súbitamente, sin explicación alguna, como la vista.
Impecable la puesta en escena de la comedia y sobrio el tratamiento visual de la historia (con una cámara cuya presencia casi ni se nota, como es habitual en las películas del indiscutible cineasta neoyorquino) y de primerísima calidad el desempeño de los actores, empezando por el propio Woody que repite -perfeccionado y enriquecido por algunos toques histriónicos nuevos- su eterno personaje, el hombrecillo neurótico e hipocondríaco que duda de todo, hasta de su neurosis y su hipocondría.
Refuerzan el elenco siempre sólido Treat Williams como un típico productor mandón y prepotente, el invariable George Hamilton, como su enigmático asistente, la encantadora Tea Leoni, como la cambiante esposa del protagonista. Y una curiosidad: Mark Rydell, el recordado director de "En la laguna dorada", asumiendo con eficacia y soltura el papel de representante artístico que no se detiene ante nada.
A los nostálgicos del jazz y la canción melódica norteamericana, la banda sonora les depara varias sorpresas gratificantes. Por ejemplo los impagables acordes de "Pobre Mariposa", la eterna aunque trajinada página de R. Hubbell y J. Gordon.
Y gracias por leerme nuevamente hasta aquí.
El Conde de Teberito (un crítico independiente).
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