jueves, 2 de abril de 2020

Mi crítica de "Adela duerme serena" (Teatro)

Hoy pude ver en la modalidad "Teatro en casa" esta obra desde el Teatro Cervantes. La pieza pertenece a Teo Ibarzábal y está dirigida por Andrea Garrote. Convengamos que puede inscribirse en el ámbito del teatro del absurdo, género que a mí en particular no me gusta mucho, si bien hice mis primeros pasos en mi carrera de actor con una obra de este estilo: "La espera trágica" de Eduardo Pavlovsky. La obra de Ibarzábal se mueve entre sueños, podemos entender, los sueños de Adela, quien no abandona la escena ni por un momento y está omnipresente en cada situación. Pero más que un sueño placentero, como parece indicar el título, yo pienso que son sueños psicóticos, tienen toda la fragilidad y la ruptura de las representaciones psicóticas: caos, violencia, fragmentación, dispersión, etc. Si bien, aclaramos, que los psicóticos no sueñan, es por eso que ponen en actos lo que su inconsciente les dicta; pero este no sería un caso de psicosis. No son sueños que contengan un contenido latente y otro manifiesto, como en los sueños de los normales, con los consabidos mecanismos de condensación y desplazamiento, sino algo totalmente diferente. A lo que asistimos aquí es al contenido manifiesto del sueño, que habla de su relación con sus familiares y con dos personajes extraños que no hablan: el guitarrista y la anciana enajenada. Su familia está compuesta por su marido, Franco y sus hijos Sebastián, el mayor y Blas, el pequeño. De estas relaciones sacará Adela el alimento para manifestarse en la duermevela.
Por ejemplo, la oímos hablarle a Franco de una experiencia en el tren con un colibrí que se sentía encerrado, aunque las puertas permanecieran abiertas, y que no dejaba de aletear y golpearse contra las paredes del vagón, hasta acabar muriendo, exánime y boqueante, descargando un grito agónico. Creemos que esto suponía una gran angustia para ella. En otra instancia, vemos a su marido renunciar a la vida familiar pueblerina para irse a vivir a la gran urbe, para comenzar su vida de nuevo, por sentirse agobiado por la vida de pueblo chico, siempre con la misma rutina, las mismas calles y hasta el mismo clima. Sin saber que en la ciudad todo iría de igual manera. Él promete que les enviará dinero y que volverá para visitar a sus hijos. Los momentos oníricos se superponen a la vigilia, como por ejemplo cuando los movimientos de los personajes se ralentizan, para evidenciar que están dentro de la distorsión de lo soñado, las situaciones redundantes se acumulan, como aquella en que festejan la navidad, y esta llega cada dos minutos, repitiéndose. También se habla mucho de la fiesta de la natividad, como el momento en que el padre decide irse, y que lo hará cuando haya pasado la celebración, sin saber que ya pasó, o cuando se reitera el armado del arbolito. La serenidad del título es una contradicción, ya que son sueños de angustia los que experiencia Adela. Como cuando habla a sus hijos de haberse topado con un diamante en la calle, el que atesora. Varias veces lo buscará, infructuosamente, desordenando todo a su paso, pero no un poco, sino provocando un gran desorden que no se reinstalará. En varias oportunidades despide a sus hijos para que vayan a dormir y ella se quede levantada con cualquier excusa. La excusa, como bien sabemos, es seguir soñando. Porque la función del sueño es prolongar el dormir del sujeto, para evitar que se despierte. Esto acontece cuando el sueño es insostenible.
Es una obra incómoda, que produce malestar en el espectador, porque, sin saberlo, estamos asistiendo a pesadillas inconexas que nos dispersan, no sabemos nunca dónde estamos parados, y parecemos situarnos sobre una ciénaga que nos tragara abruptamente. La dirección de Andrea Garrote contribuye a crear la confusión general, y sólo, mediante el final comprendemos al espectáculo que hemos asistido. Todo parece conspirar contra un espectador que se siente bombardeado y acosado por mensajes contradictorios y falsos, todo queda en el orden de la simulación, de lo nunca acontecido, de lo no dicho. Sin sospechar que estamos asistiendo directamente al inconsciente de Adela, a aquella zona de la psiquis humana vedada a la razón, en la que rigen otras normas a las que hay que adecuarse y comprender para poder acceder a su contenido. El resultado es mediocre, nos parece haber visto una obra no terminada de escribir ni de digerir.
El elenco es parejo, todos tienen un desempeño adecuado, con inclusión de los dos personajes mudos, uno de los cuales toca la guitarra con mucha solvencia, y la otra, la anciana desquiciada tiene una presencia fuerte con su inquieto deambular. Se destaca Blas, el jovencito de la familia, por su viva elocuencia y su gracia y naturalidad, difícil de conseguir en un chico en escena. Todos los demás están muy bien en su rol, Amanda Busnelli como Adela tanto como Valentín Giuzutti como Franco. De los demás no puedo especificar el nombre del actor con el del personaje ya que no lo aclaran las referencias. Sólo sabemos que actúan Federico Mosquetó (autor también de la música de la obra), Laura López Moyano (la vieja desquiciada), Mariano Saavedra y Emilio Vodanovich. La dirección, como dije, es ajustada al texto y le permite respirar por sí mismo, lo que no es poco.
Una obra inquietante, que si bien no pasará a la gloria, provoca momentos de zozobra espiritual.
Y gracias por leerme nuevamente hasta aquí.
El Conde de Teberito (un crítico independiente).



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