¿Nos enamoramos del artista o del hombre?, se escucha decir en medio de un debate animado por unos cuantos bohemios e intelectuales de los años 30. Pregunta en sí misma perturbadora, suena especialmente inquietante a los oídos del atribulado David Shayne (John Cusack), bastante preocupado por su relación sentimental y cuya pluma de dramaturgo se ha obstinado en retratar ciertas sinuosidades del comportamiento humano, pese a ocasionales traspiés comerciales.
Observador agudo, pero sobre todo portador de una robusta honestidad intelectual, el joven escritor no está dispuesto a sacrificar su producción artística con tal de anotar su nombre en letras de neón en las glamorosas marquesinas de Broadway. No hace falta resignar todo un universo personal ni conceder parte de nuestra identidad, nos dice, para alcanzar las dudosas cumbres del éxito, importa más, muchísimo más, la integridad moral, la tranquilidad de conciencia con que se afronta el mundo de todos los días.
No es sencillo, se sabe. Basta un gesto de un "capomafia" absolutamente interesado en producir una obra teatral -gesto amoroso destinado a una vulgar corista con aspiraciones a actriz-, para que a David lo sorprendan unas cuantas vacilaciones y comiencen a resquebrajarse sus más nobles principios.
"El teatro no es sólo entretenimiento, también transforma el alma de todos los hombres", subraya un poco antes de que este Romeo de pocos escrúpulos decida cargar con el costo de la producción a cambio de un papel para su insufrible muñequita, es decir, cuando aún no ha caído preso de sus contradicciones.
Los problemas empiezan apenas se ponen en marcha los ensayos, como era de prever. El plantel de actores (incluida una estrella adúltera y alcohólica), de modo que la convivencia, también aquí, suele provocar inevitables roces.
La atmósfera se vuelve más espesa, y desde luego, menos predecible, cuando un matoncito (Chaz Palmintieri), consagrado a cuidar las espaldas de la aspirante a actriz (a sus caderas, en verdad), se atreva a sugerir algunos pequeños cambios de rumbo en la trama, pequeñas podas de algún parlamento que considera innecesario, cierta frasecita que intenta volver más creíble una pomposa línea de diálogo, alguna réplica destinada a brindarle una marcada voluptuosidad a un personaje femenino demasiado ascético, todas modificaciones sugeridas por esa hondura para examinar la conducta de los hombres que ha aprendido en la calle o en la penumbra del burdel, aunque a veces la humeante taberna exhiba el lujoso ropaje del Cotton Club.
El contraste es jugoso -un enceguecedor chispazo de ingenio- así como lo es también la mirada que en "Disparos sobre Broadway" el estupendo Woody Allen deposita sobre criaturas que conoce muy bien. Gente de teatro, actores de pacotilla, estrellitas fugaces. intérpretes que han sido grandes antes de asomarse a su decadencia con dignidad esquiva, sinuosos representantes de artistas capaces de negociarlo todo (como ya lo habíamos visto en "Broadway Danny Rose"), heraldos fáusticos de toda estirpe y amantes desesperados de una noche. He aquí la naturaleza humana en todo su esplendor. es decir, en sus pequeñas miserias, en su enternecedora debilidad y también en esa maravillosa luminosidad que invita a que el hombre obstinado al fin siga confiando en sí mismo. A Woody Allen le interesa usar su cámara sobre esa diversidad, extender su amable (y agudísimo) análisis de las contradicciones de la condición humana, detenerse una vez más en los vaivenes que promueve el corazón ("ese músculo tan flexible") y, sobre todo, ubicar a sus personajes al filo de un dilema moral, siempre con el afán de comprenderlo y alejado de cualquier juico pontificador.
De ahí la fuerte dosis de verdad que envuelve al film todo, subrayado por unas cuantas situaciones de fuerte contenido autobiográfico, de ahí la palpitante humanidad que anima a sus criaturas, a las que el director observa con gesto burlón o cariñosa ironía, de ahí la mansa atmósfera que rodea al relato, producto de la amabilidad de una mirada algo cómplice, del clasicismo de imágenes que parecen despojadas de cualquier sobresalto y de una banda sonora -todo un sello personal- que acude a varias grabaciones de jazz o de la música ligera norteamericana.
Se comprende entonces que, sin ser su obra cumbre, la película haya conquistado siete nominaciones para el Oscar, pese a los numerosos contratiempos que han apagado el romance del realizador con la Academia de Hollywood. Y en especial se entienden las candidaturas cosechadas por el notable y homogéneo equipo de actores entre los cuales descuelle la estupenda Jennifer Tilly, en una composición cargada de mordacidad, y un divertidísimo Chaz Palmintieri, el encargado de corregir, entre disparo y disparo, la suntuosa letra del dramaturgo. Al final lo acabaría ganado Dianne Wiest por su trabajo como la actriz madura y con trayectoria que se embarca en la propuesta del joven David Shayne.
Desde hace mucho tiempo que una película de Woody Allen no tenía siete nominaciones para el Oscar.
Los miembros de la Academia de Holywood sabían que difícilmente fuese a la ceremonia (nunca ha ido y por entonces, para colmo, andaba en la mala en materia de imagen pública y se lo veía como con miedo de andarse mostrando), pero han privilegiado los méritos artísticos sobre cualquier otro asunto. La verdad, estuvieron por encima de lo que se esperaba de ellos, incluidos los ejecutivos de la productora de "Disparos sobre Broadway", quienes, más papistas que el Papa, borraron al director y autor de la publicidad previa.
"Clarín" destacó este hecho insólito en un par de notas que tituló "Hollywood no perdona". Queda la duda, ¿Hollywood aprendió a perdonar o ha protegido, como siempre, sus intereses?
Es para sospechar que, a pesar de todo, muchos votantes hubiesen preferido hacerlo por cualquier otra producción más adocenada. Una omisión más de la Academia le hace, en general, el mismo efecto que una mancha más al tigre. Esta no. El "olvido" de esta comedia gloriosa hubiera resultado demasiado grosero.
Y gracias por leerme nuevamente hasta aquí.
El Conde de Teberito (un crítico independiente).
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