Ya desde que en la pequeña sala de los hermanos Lumiere unos obreros salían de trabajar de una fábrica o un tren se abalanzaba sobre el público, la gente empezó a verse influida por el cine y a condicionar su vida según los dictados de éste. Así lo entiende también Woody Allen, un enamorado del cine -y un gran mentiroso, ya que dice que prefiere ir a ver un partido de baseball antes que ir a rodar-, quien le hace aquí su homenaje más cálido. Como serían después los homenajes al mundo de la radio ("Días de Radio"), del teatro ("Disparos sobre Broadway") o al de la música ("Dulce y Melancólico"), aquí Woody despliega todo su arsenal de poeta de imagen embriagadora y de la humorada conceptual. Nuevamente adoptará el punto de vista femenino -es Cecilia (Mia Farrow) la protagonista- para hablar de sus intimidades, como en casi todas su películas. Pero es su mundo femenino el que mejor le permite transmitir esa sensibilidad de artista con mayúsculas, una sensibilidad que le deja hablar del enamoramiento y sus consecuencias, del cine como arte, pero también de su miedo a la nada, de la desconfianza por la existencia de Dios, o de una realidad social, la de la Depresión del 30 en Estados Unidos que estimulaba la "fábrica de sueños" de Hollywood y su era de teléfonos blancos.
Aquí los personajes son cuatro: Cecilia, su marido Monk (Danny Aiello) y sus dos enamorados -persona y personaje- y ya ha aprendido a escribir sondeando el alma de estas pocas criaturas y brindando todo un análisis psicológico con breves pinceladas -la brutalidad, aunque también la necesidad mezquina de su esposo, la ingenuidad candorosa de su enamorado, o la vanidad presuntuosa y fatuidad de un actor de cine en ascenso- aunque no es de extrañar su hondura para describir pues ya venía de logros tales como "Manhattan", "Interiores" o "Zelig". La técnica también es prodigiosa, ya que puede pasar de un magnífico blanco y negro de la película dentro de la película, con todos los grises que se puedan imaginar -iluminado hasta el cansancio, parodiando a las películas de la época-, a los colores cálidos de ambientes cerrados, en color pastel, de la verdadera película, y los fríos azules de los exteriores, demarcando, no sólo el frío ambiental, sino el de una época nefasta que le tocara vivir a los Estados Unidos. Todo esto se debe a su iluminador favorito: Gordon Willis. Y hablando de la técnica, el personaje puede pasar del blanco y negro de la pantalla al color de la realidad como sólo un truco de magia fílmica puede lograrlo.
Este es el segundo Allen sin Allen (el primero fue "Interiores", 1978) y, el chiste verbal y el chisporroteo del lenguaje ha dejado aquí paso a la humorada cálida, a la broma de conceptos o al clima cómico y a la vez tierno. Tal vez el chiste mordaz y la ironía se los guarda para su propia aparición en pantalla.
Nunca como aquí la sonrisa permanente fue tan cuidada ni personal. Agradecemos a Woody esta nueva vuelta de tuerca en su producción, cuanto la utilizará de aquí en más en películas tanto protagonizadas por él, pero sobre todo por otros (anticipémonos al Michael Caine de "Hannah y sus Hermanas", al John Cusack de "Disparos sobre Broadway" o al Kenneth Branagh de "Celebrity", todos ellos una especie de "alter ego"). Un humor denso y espeso, como el granulado de sus imágenes, que impregnará desde ahora toda su obra, ya sea la humorística como las más densas realidades psicológicas de sus dramas.
Woody había escrito hacía ya un tiempo un cuento titulado "El Episodio Kugelmass", en donde un profesor de humanidades que le presta el nombre al cuento se mete en la novela "Madame Bovary" y tiene un romance con su protagonista. El despiste era total, la gente no entendía como un judío neoyorquino podía meterse en una estructura clásica, y menos cuando Madame Bovary dejaba la novela para deambular por Nueva York. La idea era perfecta para un cuento de corta longitud: la obra vio la vida en una prosa brillante, ya que por ese medio podía transmitir la historia perfectamente. Aún hoy, algunos críticos recuerdan el cuento para referirse a "La Rosa Púrpura de El Cairo", ya que esta se transforma en el equivalente cinematográfico del cuento, la película que dice sobre el cine lo que su antecesor decía sobre la literatura.
Así, ésta es una buena oportunidad para redefinir el cine de Woody Allen, no obstante que el mecanismo de "La Rosa Púrpura..." no hubiese sido novedoso para él, de forma que la película significa una vuelta de tuerca más para aquel ensayo que había sido "Sueños de Seductor". En aquella película, el desahuciado Allan Félix matizaba su sosa existencia llevado de la mano por un ícono del cine como Humphrey Bogart, que reinaba en su imaginación; en "La Rosa Púrpura de El Cairo", Cecilia experimenta un hecho parecido. Aquí no sólo Cecilia ve dejar la pantalla a otro ídolo del cine, el aventurero Tom Baxter (Jeff Daniels), en tanto que en "Sueños..." sólo Allan podía ver a Bogart. Aquí Cecilia, después de haber transpolado la frontera de la pantalla dice: "Toda mi vida me he preguntado cómo sería estar de este lado". Allan Félix, después de recitarle el párrafo final de "Casablanca" a Linda, admite: "Toda mi vida he esperado decirle esto a alguien". Ambas películas parecen transitar rutas semejantes y explotan lo que Kauffmann llama "el tema central de Woody": "la fuerza de la fantasía incluso entre los más humildes". Los finales sí entregan a las obras un entramado opuesto en cuanto a las conclusiones que podemos extraer de ellas. Si bien "Sueños de un Seductor" finaliza con un mensaje optimista, en la obra teatral se ve que Allan va a comenzar un nuevo romance con una vecina y así redondea la enseñanza del maestro Bogart. "La Rosa Púrpura de El Cairo", nos ofrece una visión más pesimista, la última imagen de Cecilia, que ha sido seducida por Tom Baxter, el héroe de la película y por Gil Shepherd el actor que lo interpretó, ha sido abandonada por los dos y es de esperar que esa noche ella vuelva con su agresivo y vago marido. Todo eso para volver al día siguiente a la cafetería en que ella trabaja para regodearse en una nueva fantasía cinematográfica. Esto funciona como si el viejo Allen debiera rebobinar su obra para corregirla y aumentarla, ahora desde su madurez. En la juventud, Woody era capaz de imaginar que tanto él como nosotros podíamos superar la implicancia de apoyarnos en los ideales basados en experiencias ajenas que nos regalaban los films de Hollywood, en su despiadada y más madura aproximación al tema, nos deja ver que nunca podremos liberarnos de ellos del todo. No bastaba que Cecilia conociese el vacío que existía detrás de los decorados de Hollywood y sus personajes, sino que queda atrapada en su resplandeciente superficie. Cecilia, probablemente aprenda que su suceder se trataba de una fantasía elegante pero vacía, aunque el hecho de darse cuenta, no la eximan de acomodarse nuevamente en la butaca para disfrutar de nuevo ante la pantalla. Entender que se trata de una droga, no acaba con el hábito, el saber, nos dice el film, no trae al costado la liberación.
En los 20 minutos primeros de "La Rosa Púrpura de El Cairo", un suceso extraordinario tiene lugar. Una mujer joven ha ido a ver de nuevo la película en la cual actúa su héroe favorito. Desde la pantalla, el galán la percibe entre el público. Él le dirige la palabra, ella sonríe y la responde tímidamente y él, abruptamente sale de la pantalla y entra en su vida. Ninguna explicación se ofrece para este suceso milagroso, pero entonces, más de uno, se pregunta si en realidad no estamos esperando, cuando vemos una película, que nos gustaría que nos sucediera algo parecido, o que al menos, pudiéramos vivir en una ocasión una vida tan apasionante como la que nos muestra la película.
Y gracias por leerme nuevamente hasta aquí.
El Conde de Teberito (un crítico independiente).
No hay comentarios:
Publicar un comentario