Nuevamente el teatro de calidad en cuanto a texto, dirección e interpretaciones que nos ofrece el Teatro General San Martín, en su modalidad "teatro desde casa", en esta oportunidad con "El Cartógrafo", del prolífico autor español Juan Mayorga, que me había quedado en el tintero de ganas de ver en el momento de su estreno. Por suerte la pude recuperar ahora y disfrutarla, porque aunque se trata de una pieza dura, también se disfruta por su extraña belleza. Igual que el mapa del cuento de Borges, en donde el mapa ocupaba el lugar del territorio, para copiarlo con la mayor exactitud posible, acá nos encontramos con un mapa de Varsovia pintado en el piso, por el cual caminarán todo el tiempo los personajes, como perdiéndose por esas mismas calles y pasadizos de las que se hablan en la misma obra. El mapa es un recorte de la memoria colectiva o individual, que puede ser de un lugar, pero también del derrotero de una persona a lo largo de su vida, de un momento especial de ánimo o del alma de las gentes. Porque mapas hay muchos y cada uno como lo que cada quien quiera representar en él. De lo que se trata es de preservar la memoria, el recuerdo y no se hace para el presente sino para las generaciones venideras. Para que los demás sepan quién vivió esa realidad.
Y la realidad a la que asistimos es doble, en calidad temporal: una en la Varsovia actual, transitada por Blanca (Elena Roger), y su marido (Gustavo Pardi) un agregado de la embajada española en dicha ciudad en un momento no muy lejano. La segunda es la vivida por una niña (Jazmín Díz) y su abuelo (Mario Alarcón), víctimas de los nazis en el mismo gueto de Varsovia que ocupara ese territorio durante la guerra. El abuelo es el cartógrafo del título, un hombre que vivió para hacer mapas, y como dijimos antes, mapas de todo calibre y color, de alegrías y tristezas, de guerras y de paz, de itinerarios y de encuentros. Pero el hombre ya no puede caminar, y además se está quedando sin vista, y sus ojos pasarán a ser los de la nieta, quien irá trazando un detallado mapa de lo que en el gueto había, y lo que los nazis podían atacar. Para eso debe recorrerlo una y cien veces, reparando en cada detalle, en cada esquina, cada casa, midiendo en muro en cantidad de personas de pie, que es lo único que puede calibrar, y utilizando un teodolito para medir ángulos. Es una misión de riesgo, pues debe oír y estar atenta a todo lo que pasa, así sabrá de a cuántos denunciaron, llevaron o mataron por meterse en una calle que les estaba vedada, por traficar un pan de manteca o llevarse un saco de azúcar. Sabe que los nazis andan cercándolos y saben que su destino es incierto, a pesar de que les digan que los meten en los trenes para ofrecerles trabajo en los campos. Y así visitará alcantarillas sucias o todo lo que sirva para esconderse, y para tratar de escapar, llegado el momento.
La historia de Blanca no es menos angustiante. Ella viene de vivir una tragedia personal, la muerte de su hija joven en circunstancias que no quedan claras. Y así visita una sinagoga, en plena Varsovia, que da a luz miles de fotografías de las víctimas del Holocausto. Las observa, trata de identificarlas, se impresiona con ellas, y allí descubre una misteriosa foto de un hombre con una brújula en su mano: es el cartógrafo. Y el rabino Salomón (Horacio Acosta, en uno de los siete papeles que ejecuta) le cuenta la historia, mitad leyenda y mitad verdad de ese hombre y su nieta. Y a partir de entonces una sola idea se instalará en la mente de Blanca, tratar de desentrañar la verdad que esconde la anécdota del cartógrafo. Para eso debe abandonarlo todo en pos de su obsesión, hasta a su marido, a quien deja de amar por no ayudarla a materializar la vida de ese ser misterioso que poblará sus sueños y sus imaginaciones.
Se encuentra, en un remate, con el mismo plano que dibujara la niña y rastreando llegará hasta una ignota cartógrafa de ochenta y pico de años, llamada Déborah Magult (Ana Yovino), en quien le parece reconocer a la nieta de ese hombre. Ésta ni confirmará ni negará esa apreciación, poniendo un mar de dudas en la mente del atribulado espectador que ya no sabe qué le están contando. Déborah se opuso en su momento al gobierno nazi, para el que trabajó desde adentro, con la intención de hacer mapas que pudieran servirle a sus correligionarios, y siendo torturada por ese mismo régimen nefasto. En Varsovia, en el momento del gueto había 400.000 almas, de las cuales muy pocas lograron salir con vida. La delación era una constante para sobrevivir en aquel momento, y el abuelo y su nieta no se vieron excluidos de ella. Así como tampoco la Déborah adulta en sus trabajos de espionaje. "El mal cartógrafo quiere ponerlo todo", le reprochaba el abuelo a la niña quien, en sus ansias por devorase el mundo y sus alrededores quería que figurase todo en sus mapas, no sólo las calles, direcciones, casas, escuelas, prisiones sino también los recorridos que hacían los vecinos, las delaciones que se efectuaban y el número de muertos que se encontraban en sus calles. Porque "Francia es el mapa de Francia", sentencia ese hombre con no poco ingenio, y ahí volvemos al mapa de Borges: tendría que figurar todo, hasta lo más diminuto e insignificante en un mapa para que este sea el espejo de la verdad. La realidad y su representación. Ese es otro de los temas de la obra. ¿Qué nos disponemos a reflejar de un momento histórico para conservarlo con la mayor verosimilitud? Porque "lo más difícil de dibujar es el tiempo", advierte también el abuelo, quien sabe mucho de esto porque lo ha venido haciendo toda su vida: dibujando momentos. ¿El mapa más preciso sería como una fotografía? ¿O más aún como una filmación? Porque cuando el celuloide se mueve somos capaces de capturar el paso del tiempo. ¿Pero cómo lograrlo en una delicada hoja de papel? Estos y muchos interrogantes más son los que plantea esta abarcativa obra de Mayorga, quien sabe que, el teatro es parecido a la cartografía, porque se trata de ilustrar momentos y espacios para los seres del mañana.
La pieza es sugestiva y no deja de inquietar con sus climas sugerentes y claves para entender la historia de ese momento sombrío de la humanidad. La dirección de Laura Yusem es viva y actual, sorprende por momentos por la franqueza con la que hablan sus personajes, casi aliados nuestros en ese difícil trance de atrapar la realidad. Las actuaciones son buenas, pero no se destaca tanto la de Elena Roger por sobre las demás, como nos lo habían vendido, sino que muestra una sinceridad a prueba de balas, ese es su mérito, pero en cuanto a trabajo la supera ampliamente el de la joven Jazmín Díz y el de Mario Alarcón, confinados a un espacio limitado desde donde deben transitar toda la obra. Horacio Acosta también se destaca en esos siete papeles que le tocó interpretar, desde el dulce rabino hasta el duro y sutil jerarca nazi.
Una obra que inquietará y seguramente ha de quedar en el recuerdo de todo el que la vea.
Y gracias por leerme nuevamente hasta aquí.
El Conde de Teberito (un crítico independiente).
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