miércoles, 4 de mayo de 2016

Mi crítica de "El Precio" (Teatro)

Hace algunos años pude ver esta maravillosa obra de Arthur Miller que hoy Teatrix pone a mi alcance sólo por el mes de febrero (una de las cuatro obras). Y digo obra maravillosa no sólo por un texto bello y profundo, a veces trágico y otras, cómico, sino por la eficacia de los cuatro actores convocados, así como la dirección (no figura aquí el o la directora o director), sumada a la excelente y abigarrada escenografía de Eugenio Zanetti. Pero empecemos por la escenografía. El tema de "El precio" es la tasación de todo un lote de muebles y cosas viejas de la casa paterna que están por demoler, 16 años después de la muerte del padre. Están todos los muebles apilados y se ve una compacta figura con detalles insólitos como un arpa, un trinchante, un gramófono con discos, platería, espejos y hasta una espada con la cual Víctor practicaba esgrima. Lo maravilloso de esto es que fue creada por el escenógrafo de cine (y ahora director), el argentino Eugenio Zanetti, quien se llevó el Oscar a la mejor escenografía por la también recargada (parece ser su sello de autor) del film "Restauración", de la década de los 90.
Los actores involucrados son Arturo Puig (Víctor Franz), Selva Aleman (Esther, su esposa), Antonio Grimau (Walter, el otro hermano) y ese gran Pepe Soriano (como Solomon, el viejo tasador judío que está a punto de cumplir los 90 años) Entre los cuatro arman este entramado de soledades, odios, rencores, mezquindades, mentiras que pueblan la obra.
El Precio no sólo hace referencia al precio que el tasador debe otorgarla a la suma de muebles sino el precio (o los precios) que hay que pagar en la vida por nuestras decisiones ético-morales. Y aquí hay muchas decisiones que se han tomado, casi todas erradas. Como ese Víctor que dejó sus estudios de médico en pos de que el hermano estudiara y se convirtiera en un profesional exitoso y de renombre (un tanto sinvergüenza), o esos 500 dólares que Walter le negó a Víctor para que se recibiera. Víctor trabaja ahora en la policía, en el sector de los aeropuertos y ha llevado una vida miserable junto a su esposa. En tanto Walter bebió las mieles de la fortuna y el placer, llegó a tener tres clínicas geriátricas y a realizar operaciones casi imposibles. Por eso hay rencor entre los hermanos, con llamadas de teléfono que Walter sistemáticamente se negó a recibir o a devolver, hace 16 años que no se ven estos hermanos y hay mucho odio entre ellos. Todo será vomitado entre reproches y gritos en el día del encuentro. Walter pasó por una crisis y depresión nerviosa que lo tuvo internado un tiempo y que le hizo conocer el miedo, el miedo a autoconocerse. Ahora llega con renovados bríos de hacer un negocio fraudulento para vender los muebles, negocio que su hermano no acepta y parece quedarse con los míseros 2.500 dólares que Solomon le ofrece.
Walter también trae la salvación para Víctor, un puesto como investigador en un nuevo centro que está por abrir y que podría alejarlo de su vida mísera. Esther le pide por favor que acepte pero su orgullo de no estar a la altura de las circunstancias lo hacen rechazarlo. Víctor se quedó a cuidar a su padre, quien entró en la bancarrota después de la gran depresión del 29 en Estados Unidos, comiendo las sobras que cada noche iban a buscar al restaurante de la esquina. Lo que Víctor nunca supo es que su padre tenía ahorrados 4000 dólares en el banco, en donde los hacía trabajar, sin rechazar nunca la ayuda de su hijo ni la vida paupérrima. Todo fue un gran secreto que precipitó en la desgracia a Víctor y Esther, siendo consciente de esto Walter, quien sólo mandaba 5 dólares por mes para la atención del padre.
Detalles como estos hay muchos en la obra, pero no los voy a revelar todos para no contarles toda la pieza. Digamos que Puig está perfecto en ese hombre arruinado y empequeñecido a la sombra de su hermano a quien le queda una pizca de orgullo. Su esposa, alcohólica y elegante, fina y sensual está magistralmente interpretada por esa gloria de la escena nacional que es Selva Aleman. El hermano cínico y presuntuoso está encarnado por un más que odiable Antonio Grimau, y el viejo tasador judío corre por las manos del octogenario y siempre preciso Pepe Soriano, otra gloria viviente del teatro. Verlos a los cuatro juntos, en acción depara el mayor de los placeres, conformando una máquina que está preciosamente aceitada para funcionar a pleno. La dirección es ágil y potente, y nos regala un final con Soriano haciendo pasos de baile.
Los que tengan Teatrix pueden acceder a esta prestigiosa e incómoda obra, que nos deja con un sabor a almizcle en la boca después de verla. Y los que hayan podido aprovecharla en el teatro tuvieron su "precio" muy bien invertido.
Gracias por leerme hasta acá nuevamente.
El Conde de Teberito (un crítico independiente).

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