jueves, 5 de mayo de 2016

Mi crítica de "La Abuelita" (Teatro)

 Recién llego de ver la obra dirigida por mi amigo Mario Martín en "La Scala de San Telmo" y por lo general no suelo hacer las críticas en caliente sino que dejo sedimentar uno o dos días lo que ví para otorgar una dimensión más adecuada. Pero como no lo pude esperar a la salida para darle mi devolución la hago ahora por este medio.
No hay duda de que Mario es un animal de teatro, que arremete con todo su cuerpazo de niño grande hacia el teatro y lo toma por asalto. "La abuelita" es un digno ejemplo de lo que digo. No es simplemente una obra costumbrista de los años 20, como se anuncia sino que plantea problemas más sustanciales y hasta filosóficos: qué se tiene, cómo se tiene, quién es uno en el mundo y (lo principal) cómo somos vistos por los demás.
La obra empieza de un modo muy inteligente y vanguardista: nos presenta a dos de los personajes secundarios y sin peso en la obra como si fueran los protagonistas, en el hall del teatro y haciendo su propio "número", Belisaria (la admirable Lilí Pon, le faltaba una "s" para ser una gran diva lírica), la sirvienta correntina y el "mayordomo" gallego Casimiro (Daniel Righetti, un poco al borde de la sobreactuación). Después nos introducimos en la sala y empieza el calvario de las dos hermanas con sus respectivos novios, Amalia (María Carolina García Arellano) y Julia (la bellísima y siempre expresiva Julieta Costa) (¿No puedo ser su novio?). Amalia tiene un novio médico pero sin dinero y sin prosapia, y que para colmo es hijo natural, lo cual es rechazado de plano como candidato por su madre, Teresa (Andrea Clementi, ¿digo yo, no hay otra actriz a quien poner, ya que desde la obra de Lorca en la que bailaba un flamenco en que parecía que estaba matando hormigas, da serias muestras de su inexactitud para el escenario, balbuceando, sin terminar una frase, con mala dicción y para colmo vestida a la moda de hoy en día -cuidado señora vestuarista Alicia, todos los vestidos estaban muy bien, muy de época salvo éste-)? El otro novio es un Barón que tiene muy poco de varón, recién casado con Julia se sumerge en un torbellino de deudas de juego que pone en jaque la economía familiar. Por supuesto, un novio es aceptado, el otro no, todo depende cómo la sociedad va a mirar a esta familia si su hija se casara con un hijo sin padre conocido... Y ahí es donde la obra atrasa. Estos temas ya no escandalizan a nadie, podría haber sido en su época (obra de 1905) pero ya hoy en día no causan el efecto buscado. Pero dejémoslo pasar, en todo lo demás la obra es bien actual y puede verse, hasta diría con regocijo. Aparece en escena Mario Martín y allí se produce un quiebre. Tanto él como la abuela Nicolasa (excepcional Alicia Labraga, de un carisma, una expresividad y una serenidad asombrosa) hablan en el tono coloquial, en medio tono, que es ya una marca de fábrica de Mario, haciendo la obra más íntima, como de entrecasa. Por supuesto que él como director sabe de esa diferencia entre él y los demás que pronuncian cada palabra exactamente, con una dicción perfecta y la de estos dos personajes que hablan como susurrando, como dudando. Por supuesto Francisco es un timorato que hace lo que le dicta la mujer (revolucionario para esa época) y duda antes de tomar cada resolución, salvo al final, cuando se devela el secreto de la procedencia de los hermanos (esposa y cuñado) y por fin acepta el casamiento entre el bastardo y la dama.
Pero no nos olvidemos de lo central: la llegada de la abuela. Es una recepción sesgada, casi a escondidas de que conviva en la misma casa y por eso se la envía a la quinta. Pero la sabiduría de la anciana (por fin una viejita a la que no hay que maquillar de viejita sino que ostenta la edad que tiene, de correctísima pronunciación del castizo) devuelve las cosas a su lugar y allana el camino de Amalia para casarse con Luis Gómez (Juan Manuel Amas). El personaje más gracioso de la obra es sin embargo ese sobrino niño crecido que es Nonito, que siempre está para el cachetazo (Nehuen Antu), desborda una ternura y un humor que lo hace todoterreno. Su padre, Pedro (Pablo Varela) también está correcto.
Siendo la cuarta función se notaron todavía problemas de letra y hubo buenos baches que fueron salvados por la pericia de los intérpretes sin que más allá de la cuarta fila se advirtiera. La dirección de Mario Alfredo Martín es precisa y corrosiva, hace doler (como dijera Serrat) en las heridas de guerra, allí donde más duele es que nos damos los besos... Ágil en todo momento no deja decaer el ritmo de una pieza de por sí corta de la ignota (para mí) Eva Canel, de quien, gracias a un amable programa de mano sabemos que nació en 1857 sólo para irse a morir en 1932 y que es autora de buena cantidad de obras y fundadora de varios diarios y revistas, además de viajera infatigable.
Otro acierto en la carrera de Mario Martín a quien ya le ha llegado la hora de ser más reconocido en el circuito off, y por quien celebramos esta cuarta función a sala llena y esperemos que vayan por más... Un disfrute total.
Vayan a verla quienes todavía no lo hicieron.
El Conde de Teberito (un crítico independiente)

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