Ayer por la noche tuve el placer de ver a dos actores enormes, Carla Peterson y Juan Minujín en una obra tan deliciosa como perturbadora. Quienes dijeron que se trata de una obra sobre el sado-masoquismo no se equivocan, pero se trata mucho más que eso, se trata de una pieza sobre los límites y precipicios de la actuación. La palabra es polisémica, y podemos entender actuación como la forma de interpretar un personaje o como el modo de proceder en la vida. Las dos son límites en la obra y están muy bien tratadas. Es una obra difícil de analizar como lo es de captar, por las múltiples capas de cebolla en que transcurre.
Para aclarar las cosas digamos que Vanda es una actriz que se presenta ante el traductor y director Tomás en una noche de tormenta, fuera de horario, para someterse al casting de "Venus en piel", inspirada en la novela homónima del siglo XIX de Leopold Sacher-Masoch. Este nombre no es inocente, ya que Masoch es el padre del masoquismo, así como el Marqués de Sade lo es del sadismo. En una relación, para que se convierta en sado-masoquista se necesita de dos componentes, un sádico y un masoquista. Sería impensable el uno sin el otro. Uno que ejerza su poder infligiendo dolor y el otro que le guste padecerlo.
Vanda es un misterio, no figura en la lista de actrices para el casting, parece saber muchas cosas de la vida personal de Tomás, amén de conocer la obra que él está dirigiendo y el libro en el que se inspira de pe a pa. Es muy atolondrada, al borde de la estupidez, pero se transforma en una persona completamente centrada y formal cuando actúa: es una actriz maravillosa, que cautivará a Tomás y le ofrecerá el papel. Pero los pliegues de la trama requieren dos intérpretes, y es así que Tomás se ve envuelto en la actuación para darle confianza. Y la actuación también exige poca luz, poca ropa y transgresiones varias. Podríamos preguntarnos cuáles son los límites de la sexualidad humana y no encontraríamos respuesta sencilla en una obra como esta. Porque Vanda (el personaje) somete a su amado a los vejámenes más inauditos para gozar y sentir placer. Pero Vanda (la actriz) también parece sentir la necesidad de experienciar esos placeres.
Al principio tenemos bien diferenciados los momentos de la actuación y los de la realidad, pero a medida que el ensayo avanza este límite se va perdiendo y ya no es posible diferenciar a Vanda, la actriz del personaje. Llega a someter al pobre Tomás a las más bajas de las sumisiones. Pero el juego no termina ahí. En un momento ella le pide que él tome el lugar de ella y ésta el de él y el juego se invierte.
¿Quién es Venus? ¿Sólo una diosa griega también llamada Afrodita y que se sabe que es la diosa del amor? ¿Por qué Vanda se identifica con ella tan rápidamente? ¿Por qué al final Vanda se presenta como Venus y dice que Tomás la conoce de toda la vida? Son enigmas a develar a lo largo de este apasionante viaje donde no hay retorno. La música que acompaña cada una de las escenas a representar es seguro de alguna ópera de Mozart (no pude descifrar de cuál) pero prestan el clima sugerente para que todo fluya con una pasión arrebatadora del siglo XIX o del XXI, ya que las perversiones existen desde que el hombre es atravesado por la cultura. El hombre es un animal cultural, un perro o un gato no pueden sufrir perversiones, pero desde que el hombre se instituye sujeto está, paradójicamente, sujeto a su más pura animalidad.
El gran Roman Polansky dirigió una versión de esta obra en el 2012, protagonizada por su esposa Emmanuelle Seigner y el inteligente actor, autor y director Mathieu Amalric. Acá tanto la esposa de Martín Lousteau como el sobrino de Marta Minujín le ponen el cuerpo a estos dos personajes torturados/torturadores con brillo, solvencia, espíritu de juego y un gran trayecto sobre las tablas. Son los intérpretes ideales. La obra es también una comedia, gracias a la ingeniosa adaptación de Masllorens y González del Pino, que todo lo que tocan lo hacen oro. Pero una comedia dramática, porque también pesa mucho la composición aterradora de esos dos ¿enfermos? que nos enfrentan al abismo de lo que todos podríamos ser. ¿Hasta dónde es capaz de llegar el ser humano hundido en la pasión y el desenfreno?
Tanto la escenografía (una sala de ensayo desvencijada) como el brillante vestuario (se pasa la Peterson casi todo el tiempo en su tanga y corpiño acompañado por medias caladas y corset). Pero es en la dirección donde vuelve a brillar el oficio de Javier Daulte, un conocedor del teatro como pocos hay en los escenarios porteños. Hace de la pieza de David Ives una obra entretenida, seductora y profundamente perturbadora.
Sigue en cartel un tiempo más. La recomiendo enfáticamente porque es teatro para pensar y apresar con los cinco sentidos.
Gracias por leerme nuevamente hasta acá.
El Conde de Teberito (un crítico independiente).
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