Para los que estamos acostumbrados a hacer unipersonales mediocres y transitados, ver a Darío Grandinetti sentado en cubierta, haciendo la historia del pianista sobre el océano llamado Novecento, constituye no sólo una obra a la que admirar por su grandeza y perfección, sino también una bofetada tenue que nos advierte para seguir otro rumbo. Repito, Grandinetti logra entretener, conmover, fascinar, encandilar, encantar, con ese largo monólogo que dura una hora veinte y que escupe bien aprendido y con una fuerza inusitada y produce un espectáculo de arte mayor, muy bien sostenido por ese otro pilar imprescindible que es Javier Daulte, el director, que supo darle vida a cada ritmo, a cada vibración, espacio o movimiento de ese actor y de esa historia.
La historia es bien conocida por todos, la llevó al cine Giuseppe Tornatore ("Cinema Paradiso") en 1998 con el nombre en castellano de "La leyenda del Novecento" ("La leggenda del pianista sull'oceano"), basada en el monólgo de Alessandro Baricco, obra a la que asistimos. Es la leyenda de un niño nacido sobre el mar, en el transatlántico "Virginia", abandonado por unos padres pobres en cubierta y descubierto por un operario negro que decidió que llevara su nombre, Danny Goodman, seguido por lo que él entendió como nombre, el haberlo descubierto en una caja de cartón que decía Té de limón: Danny Doodman T.D. Lemon Novecento (por haber nacido en el primer año del siglo pasado). El niño se crió en el barco y jamás en su vida puso un pie en la tierra, vivió acunado por el océano, y a la edad de 10 años ya sabía extraer del piano del salón una hermosa música de jazz, sin partitura alguna, que fue perfeccionando hasta alcanzar su perfección total. La historia está narrada en tercera persona, por el trompetista de la orquesta quien no sólo fue su mejor y único amigo sino que fue el último que lo vio con vida, cuando a los cuarenta y tantos de edad, sentado en un montón de dinamita decidió pasar al otro mundo al dinamitarse el "Virginia", por no tener que bajar a tierra.
Pero volvamos a la actuación de Grandinetti. Sin ser yo un fanático del actor (me ha disgustado o parecido un "nada" en varias oportunidades) destaco todo su virtuosismo, el trabajo corporal y de voz, el manejo de cada inflexión, de los gestos, los desplazamientos en el amplio escenario del Metropolitan convertido en la cubierta de ese barco emblemático. El empleo que hace en cierto momento de los cables del micrófono convirtiendo el escenario en la balaustrada del barco es innegablemente fascinante (podría tratarse de un ring de box también) en donde se mueve con titubeos propios de la inclinación del barco, va y viene tironeado por los cables y tropezándose con ellos de una manera tal que llena de magia la escena. De igual manera cuando cuenta su duelo pianístico con el "creador del jazz" Jessy Rolly Morton instala un suspenso y una emoción en el espacio dramático digno de la película (parece verse ese cigarrillo encendido que Morton coloca al bode del piano sin que se caiga mientras él lo aporrea, y aquel otro que Novecento enciende con las cuerdas del piano después de interpretar su alocado jazz).
El monólogo final se encuentra entre las antologías de la obra, cuando Novecento le explica a su amigo, sentado sobre la dinamita el por qué nunca bajó a tierra. Algo así: "Sobre el teclado del piano podemos hacer música, es finito, sabemos que hay 88 teclas y que con eso debemos arreglarnos. El mundo es infinito, es tan grande que es imposible abarcarlo todo, parece un piano infinito sobre el que toca su música Dios. Hay tantas calles, tantos carruajes, tantas mujeres, ¿cómo elegir uno solo? Mis deseos me han superado y yo aprendí a controlarlos, dentro del barco y dentro de mis 88 teclas puedo manejar mis deseos. ¿Cómo no quedarme con todas las mujeres, vivir en todas las casas, comer todas las comidas, vivir en todos los países? No podría jamás pisar tierra sin perderme en el devenir de mis deseos. No estoy loco. Prefiero terminar mis días sobre un barril de dinamita que perdiéndome en el mar de lo infinito". Con algo parecido termina la obra. El público aplaude varios minutos de pie entre ovaciones al tremendo intérprete que nos hace ver a ese Novecento.
Mi única objeción sería por el uso de expresiones vulgares o malas palabras. No porque me escandalicen, que quede bien en claro, sino porque me parecía que no eran necesarias. Un texto poético tan brillante no necesita de caer en lugares comunes (y se dicen muchas en el espectáculo), porque lo que queda bien o gracioso en boca de Pinti o de Gasalla no caen tan bien en el decir de otros actores... Pero es un detalle menor ante tanto arte.
Repito, tanto la labor del actor como la del director como la música son impecables y dignos de recomendación fervorosa.
No se lo pierdan, todavía quedan algunas semanas.
Gracias como siempre por leerme hasta el final.
(El Conde de Teberito). Un crítico imparcial.
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