viernes, 6 de mayo de 2016

Mi crítica de "Parque Lezama" (Teatro)

El domingo pasado fui a ver "Parque Lezama" sin muchas expectativas, contando con que era la adaptación teatral de una obra de teatro que se llevó al cine con el nombre "Yo no soy Rappapport" y que se deja ver alguna vez en cable. Ya de entrada nos sorprende desde el escenario una sucesión de fotos del Parque Lezama (antiguas y modernas) en pantalla cinematográfica, con fundido a negro o cierre de iris, como para dejar bien en claro que el director es Campanella, un hombre de cine que incursiona en la dirección teatral. Pero faltarían unos minutos más para soprenderme plenamente. Lo primero: tenemos una cantidad de actores notables (he visto muchos en esta temporada) pero tanto Brandoni como Eduardo Blanco lucen impecables en sus peronajes, dos viejos de ochenta y tantos años que no pierden su lucidez y su ironía. Los bordan, le sacan lustre, los exhiben y nos regalan dos composiciones de lo mejor que he visto en teatro en muchos años (por cierto muy superior a la versión cinematográfica norteamericana y seguramente a la misma puesta yanque, que la centra en el Central Park). La escenografía reproduce un rincón verdadero del parque Lezama y todo lo que vemos parece cierto, los juegos, los achaques de los viejos, sus mentiras y sus verdades. Poco importa que el personaje de Brandoni se llame Golfield, Rifkin o Leon Shwartz, lo cierto es que es un viejo judío (el acento está impecable), inventivo, juguetón y amante del marxismo, que no se resigna a terminar sus días en un geriátrico o en la casa de su hija sino que inventa historias para poder vivir todas las vidas. El personaje de Blanco es más ramplón, su Antonio Cardozo tiene una vivienda y una ocupación conocida, se ocupa de la caldera de su edificio a cambio de que lo dejen vivir allí, es bastante cegato e irascible y ha pasado por su vida con más cautela (por no decir cobardía) que su compañero de banco. El tono es siempre de comedia, pero una comedia feroz, que no da respiro, viene una broma detrás de otra y los momentos de emotividad, que también los hay, son cortados siempre por algún chiste. Schwartz busca la charla, pero el otro se la niega por sentirse estafado por sus inventos, pero serán esos inventos los que vendrán a rescatarlo cuando se lo quiera expulsar de su edificio o cuando una chica que compra droga se vea extorsionada por su dealer. Claro que la mentira tiene patas cortas y siempre saldrá a la luz la verdad, pero en los instantes finales, cuando Brandoni dice su verdad, su nombre real y su verdadero oficio, el otro no se lo creerá por ser demasiado simple, demasiado "normal" para un hombre que dice ser desde espía, abogado, jefe de policía o director y productor de cine. La obra es larga (dos horas y media con un intervalo) pero pasa volando, esto se debe al permanente juego de dos actores en estado de gracia, por la mano del director y por la adaptación que el mismo ha hecho del textoo ajeno. Nunca tan actual y precisa es la puesta y la acción de estos dos personajes envueltos en la aventura de vivir, de vivir los últimos años que les quedan batallando contra el atropello, el capitalismo o la burla del otro. La clave es esa: vivir, y son tan vitales, tan ingeniosos y tan enfáticos estos dos viejecitos que dan ganas de que la función no termine, de venir otro día y seguir escuchando las historias de Golfield y que nos siga envolviendo en su cuento de Scherezade para evitar la muerte segura, como esa que contaba la princesa de "Las mil y una noches" para interrumpir su asesinato. Lo que es de desear es que esta obra siga en cartel el año que viene (se acaba este domingo la "temporada 2013") para que los que no la vieron puedan hacerlo y puedan reir a rabiar con las desventuras de tan entrañañbles personajes. Una lección de actuación que nosotros, como actores, no podemos darnos el lujo de perderla.

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