sábado, 24 de marzo de 2018

Mi crítica de "Tarascones" (Teatro)

Ayer, en mi nueva salida al teatro pude asistir a una obra maravillosa, y lo digo de todo corazón y con todas las letras. Es inusual encontrar una obra así en el teatro argentino (y me arriesgaría a decir, mundial), con tanta lucidez y agudeza en su planteo formal y valiente en su temática. Es verdad, no iba virgen de la obra porque ya sabía que había ganado el premio ACE a Mejor Obra Argentina del 2017 (ya pasaron los tiempos de las también lúcidas reflexiones de los Gorostiza y Cossa, de los Viale y Gambaro, de claridad meridiana, pero ahora estamos frente a un nuevo teatro), que la obra estaba escrita enteramente en verso y que se trataba de un crimen entre amigas, amén de ser la mar de divertida. Todo eso se cumplió, y con creces. Debo decir enseguida que no es una obra para cualquiera, hay que ser muy suspicaz y demente (perdón, de mente) rápida para pescar al vuelo tanto ingenio. La obra tiene la consistencia de los versos heptasilábicos y de rima consonante, si bien un poco libre, y los parlamentos de las cuatro MARAVILLOSAS actrices se entrecruzan dando lugar a la hilaridad. Aquí el tema es una crítica a la clase alta adinerada que se reúne (sus mujeres) a tomar el té y jugar a las cartas, con un espantoso desprecio por las clases más bajas y en particular con la empleada doméstica, a quien acusan inmediatamente (e injustamente) del crimen en cuestión. Las actrices son, por orden puramente alfabético: Paola Barrientos, Alejandra Flechner, Eugenia  Guerty y Marcela Guerty, y se sacan chispas y brillo una a las otras. Es una verdadera labor de conjunto, en donde se apoyan unas a otras y donde saben que sin las demás, cada quién no tendría el lucimiento que tiene: se sostienen mutuamente espalda contra espalda como en tantos ejercicios teatrales nos enseñaron a sostener al compañero.
El crimen en cuestión, que al principio se confunde con el de una niña, es sin embargo el de una perrita, Bolitas, pequeña y diminuta que cabe en una caja de zapatos, y la ejecutora de tal macabro incidente parece ser la patada voladora de la criada, Carmen, que no sólo le quito la vida al can, sino que además la desfloró, haciendo que su himen sangrara de manera compulsiva. Es lógico, para el amor que su dueña le profesaba, Raquel (Marcela Guerty), el crimen merece el peor de los juicios y los castigos. Sin embargo, la acción, en la obra, está reemplazada por la palabra veloz, por el retruécano audaz, por el ingenio verbal. Si bien esto no quiere decir que no hay acciones concretas en la pieza, sí, las hay y en gran cantidad, lo que quiero decir que aquí el peso de la obra está en el orden de la palabra. Y al estar atravesadas por la palabra, las señoras del té, se vuelven inconfundiblemente humanas. Tan humanas que se desenmascaran como capaces de los peores atentados contra la vida humana. No hablemos ya de atar a la sirvienta con cables pelados, sino de haber cometido homicidio del marido (una), un juego lésbico con su alumna predilecta (otra), haber sido una cornuda con esposo fugado con la propia mucama (la tercera) y haber dado muerte a la mascota (la cuarta). No diremos cuál es cuál, sólo dejaré planteado que las mujeres ultra superadas y bien educadas y alimentadas han cometido sus bajezas peor que una paraguaya viviendo en Gerli, como la empleada. El encono que demuestran estas cuatro mujeres contra el personal de servicio es tal que la hacen víctima de las peores acusaciones y de un juicio que, si bien no se lleva a cabo de cuerpo presente de la infractora, da por tierra el veredicto de culpable aun antes de haberse iniciado.
Las mujeres en cuestión son Zulma (Barrientos, genial), Martita (Flechner, excepcional), Estela (Eugenia Guerty, increíble) y la mencionada Raquel, compuesta por Marcela Guerty (impagable). Los insultos que Martita descerraja contra la pobre Carmen son de un calibre y una cantidad tal que es imposible contarlos, pero deben haber sido más de cincuenta (sombras más oscuras), lo que impulsa al aplauso inmediato y cómplice por parte de un público a la vez crítico. Zulma se apura por devorar grandes cantidades de sandwichs de miga mientras las demás no la ven, y de ocultar su mal disimulado alcoholismo, Martita se lamenta por haber sido una engañada debido a su fealdad y se le vaticina que su marido, huído con su empleada, le dará dos hijos a la fámula con el nombre de "Lio" y "Diego Armando". Mientras que el monólogo de apertura que despliega Estela está a la altura de los grandes clásicos shakespeareanos, pero con una comicidad y un despliegue actoral tal que dejaría mudos a los actores del Método.
El cadáver de la perrita aparece en escena en la mencionada caja, y es blandido hacia el público en el saludo final. Se trata del más purísimo humor negro, sin dejar de lado las partes escatológicas, y si bien, el lenguaje es fluido y puro, tampoco abandona las expresiones vulgares y un tanto obscenas, que parecen marcar a estas cuatro damas patricias de la más alta sociedad aristocrática. No hay un momento donde no impere la risa y el buen humor, todo está pensado para hacer pasar al espectador atento la hora y media más hilarante que recuerde, riéndose, como es costumbre en el Humor con mayúsculas, de sí mismo, porque de eso se trata. De revisar las propias conductas y prejucios con que nos manejamos en nuestra vida social. Cuanto extranjero indocumentado habrá caído bajo nuestras críticas por el sólo hecho de poseer este estigma, que tan bien conocemos (¡a no hacerse los inocentes, acá caemos todos...!)
El hecho de poseer una máscara de la culpable, una máscara del más acendrado corte guaraní, que dicen tiene propiedades mágicas, a saber, la de adjudicar juicios al que la porte, juicios críticos, y hasta denuncias policiales, hará que esta careta vaya pasando de una en una y se vayan destapando ollas que huelen a podrido, sobre todo cuando el juicio en cuestión cae sobre una de las amigas del té y la canasta. Es de indudable gracia la "posesión" de cada una que se ponga la máscara, llegando al cenit con Estela, que hasta se anima a danzar con ritmos nativos y a bailar un innegable malambo. Y las voces que cada una saca haría temblar a la propia Linda Blair apresada por el demonio. Pero los peinados, el maquillaje y las expresiones faciales merece un párrafo aparte, tal es el grado de perfección que ha logrado cada actriz al manejar su propia máscara actoral, ese envase que le prestamos al personaje, como le gusta decir a mi directora, que se confunden con la risa, el llanto o la más atroz desesperación. El trabajo físico y mímico de las cuatro es sublime y merece el mayor de los elogios. Todo esto no sería mucho si no se hubiera dotado a la pieza de un sentido del humor cáustico y arrollador, ingenioso y arrebatador, es una comedia salvaje en su presentación e impiadosa en su temática. Por eso la recomiendo con toda devoción, está en El Picadero (antes pasó por el Cervantes) y va de jueves a lunes. Por favor no se la pierdan porque vale mucho la pena.
Ah, y merece mencionarse a dos mágicos artífices de este espectáculo: el autor, Gonzalo Demaría, un verdadero prodigio de imaginación y talento y el director, Ciro Zorzoli, sin cuya iluminación mental hubiera sido imposible este resultado. La escenografía, las luces y la música también colaboran para que todo salga redondo.
Y gracias por leerme nuevamente hasta acá.
El Conde de Teberito (un crítico independiente).

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