lunes, 16 de julio de 2018

Mi crítica de "Ver y No Ver" (Teatro)

En primer lugar podemos decir que "Ver y No Ver" es una obra mágica, de esas que nos transforman, que uno se la pasa rumiando muchos días y que en esencia es una pieza bella, calma, apasionada, pero también cruel y despiadada. Se basa en el caso real de Any Sweeny, una mujer que quedó ciega a los diez meses de edad, hasta los cincuenta y tres años, en que fue operada, su relación con su marido Martín y con su cirujano, el Dr Wasserman. Digamos que está bellamente interpretada por tres actores de excepción, de esos que acarician el alma, con una impecable Graciela Dufau como Any, Arturo Bonín en Martín y Nelson Rueda como el cirujano. La obra es de Brian Friel, el llamado "Chejov irlandés", un dramaturgo que murió en el 2015 y de quien pudimos ver (dentro de su inmensa producción, casi toda desconocida para nosotros) una puesta de  "Danza de verano" (1990) en el San Martín y que se hiciera la versión cinematográfica en 1998 protagonizada por Meryl Streep y Michael Gambon. El diseño de videograph de la obra corresponde a otro talento, el premio Oscar argentino Eugenio Zanetti, y produce sensaciones de ensueño y nos permite espiar por momentos lo que debe ser el mundo de la ceguera.
La obra se presenta con tres sillas únicamente como escenografía, y van a corresponder a otros tantos personajes, quienes desgranarán por turno, tres monólogos que se irán alternando y que constituyen la base de la puesta. Sólo en acotados momentos hay diálogo entre ellos, sino todo el resto se conforma en soliloquios. Sí, tres monólogos de personas que, cada cual a su modo, están o han estado ciegas; no es Any la propietaria exclusiva de esa deficiencia. A Any su padre le enseñó desde chica a reconocer el mundo por medio de sus demás sentidos, las flores, los lugares del parque o los momentos del día. Por eso el mundo de las tinieblas no fue una limitación para que Any pudiera desarrollar una vida plena, gran nadadora, era capaz de disfrutar y experimentar lo "orgásmico" de una buena zambullida, haciendo la plancha en el mar o pasándose horas braceando y pataleando. Pudo conseguir un trabajo como masajista (oficio el cual depende casi por completo del tacto, por sobre los demás sentidos), tener amigos, disfrutar de la música (el "Himno al Amor" era el preferido de su padre y por lo tanto también de ella) y hasta conseguir un marido, a los cincuenta y un años. Su relación con su padre fue rica y productiva, pero con su madre era más bien distante ya que ella era una enferma psiquiátrica que se la pasaba entrando y saliendo de neuropsiquiátricos para sus "enfermedades de los nervios", como las llamaba Any. Su madre le reprochaba a su marido que nunca hubiese querido enviar a la niña a una escuela para ciegos, con lo cual su potencial aumentaría. No sabemos por qué no lo hizo, tal vez por tacañeria, tal vez porque se sentía muy solo y necesitaba compañía, prefirió mantener a su hija siempre a su lado.
Pero decimos que los tres están ciegos o lo estuvieron. A ver. Martín Sweeny era un hombre aficionado a las causas perdidas, que él confundía con las "grandes causas", así se embarcaba tanto en el cuidado de las ballenas o la cría de cabras iraníes, por una falsa concepción de que daban el mejor queso, como de terminar abandonando a su mujer para irse a trabajar a Surinam o Guyana Holandesa, con el único propósito de perseguir otra utopía. La utopía fue lo que le hizo acercarse a esa mujer ciega y enamorarla, y proponerle casamiento casi de inmediato, para conquistar otro de los misterios de la existencia, la lucha contra la ceguera. Así pasó años de su vida coleccionando en una carpeta artículos periodísticos y de divulgación científica donde explicaban que una operación podía devolverle la visión a su esposa. Y se presentó con ellos ante el consultorio del Dr. Wasserman, una eminencia en su campo. O por lo menos lo había sido. Hasta que un día su mujer se fue con un colega suyo, convencida de que el amor entre ellos se había terminado. Desde ese día el médico entró en una oscuridad que le duró siete largos años, hasta que se presentó en su vida la oportunidad de devolverle la visión a Any Sweeny. Como por milagro salió de ese túnel, pero él confiesa que durante siete años vivió en la más completa ceguera, abandonándose física y mentalmente a su destino.
El oftalmólogo le dice a Any lo que cree una gran verdad (y que es el eje temático que cruza la obra): que "ver es comprender". Any se plantea, no sin justicia, si no se puede "ver y no comprender" o "no ver y comprender", que es como ella vive su mundo. Any es plena en su mundo de topo, no necesita nada más, por eso cuando su marido le propone la operación ella se lo replantea: ¿quiere en verdad salir de su mundo de placenta y placidez? ¿podrá reconocer a sus amigos cuando los vea, podrá reconocer las flores, las frutas o los zapatos? Hay una palabra que pronuncia el médico: "engrama" que resuena en Martín. Él la utiliza como la posibilidad de reconocer una persona o un objeto no bien se lo ve, claro, Martín utilizaba ese término para sus cabras, pero igual lo impacta oírlo de boca del oftalmólogo. Y lo cierto es que él también tiene sus dudas sobre el resultado de la operación. En diez siglos sólo veinte personas que habían estado ciegas toda su vida habían recuperado la vista, y él sería quien se la devolviera a la persona n° 21. Sería todo un logro para su carrera y su vida académica, que en un pequeño pueblito de provincia se produjese tal milagro científico. Claro, la idea no deja de entusiasmarlo e inflamarle el ego, pero lo hace "en pos de la ciencia" y porque quería firmemente que Any Sweeny volviese a ver.
Se lleva a cabo la operación, no sin antes preguntar Any a una enfermera dónde estaba el baño, porque quería realizar su último paseo sola en su mundo apacible de las tinieblas. Una vez finalizada la intervención le quitan las vendas a la paciente con toda la ilusión del mundo, pero lo que ella ve son sombras, manchas (siempre había distinguido una diferencia entre la oscuridad y la claridad), además de tener más presente de dónde venía la luz. Todos se emocionan y se congratulan del milagro. Sólo Any no está conforme. Tiene que empezar un largo aprendizaje para hacer coincidir su "engrama" de reconocimiento con la verdadera apropiación de las imágenes. Prueba con las flores, con frutas, con personas, pero la mitad acierta y la mitad adivina. Se empieza a desenvolver de un modo más autónomo, ya anda por la calle sola y sin bastón, aunque nunca sabremos con exactitud si Any llegó a "ver". Igualmente sigue sin comprender lo que ve, ella comprendía dentro de su mundo de oscuridad, no estaba preparada fisiológica ni psicológicamente para enfrentarse al mundo de lo visible. Tal vez fue eso lo que no pudo soportar. Pronto empezó a sufrir alteraciones en la visión, porque "quería" volver a ser ciega, empezó a quedarse como ausente, perdida, sentada sin moverse hasta adecuarse a un mundo para videntes-no-videntes. Y tal vez fue eso lo que la llevó a un desequilibrio psicótico que la introdujo en el mundo de su madre, "la enferma de los nervios". Any, simplemente no soportaba confrontar su visión de la belleza a oscuras con esta otra belleza que no alcanzaba a "comprender". Pero el médico cae en su propia trampa. Cuando lo deja su mujer, él dice que "ver no es comprender". ¿Cuál es el límite tan delicado entre visión y comprensión? ¿No somos nosotros mismos más ciegos que los no videntes cuando pasamos de largo por las cosas sin verlas ni comprenderlas? ¿Cómo se explica este mecanismo tan complejo y delicado? Esto es lo que plantea la pieza con gran maestría por el autor, el sabio director Hugo Urquijo que nos sabe introducir en ese mundo de las sensaciones a través de la palabra y de las imágenes que todo el tiempo acompañan la acción, proyectadas sobre los tres paneles que sirven a la escenografía, y la sensibilidad de tres actores que parecen hechos para estos personajes (Graciela Dufau trabaja casi todo el tiempo con los ojos cerrados, sólo en los momentos de "lucidez" abre sus preciosos ojos celestes). Podemos decir que la representación fue empañada en el saludo final, cuando Graciela exhibió un pañuelo verde, en consistente alusión a la despenalización del aborto, que, si bien yo comparto, no me parece el sitio adecuado para hacer un gesto político (como cuando en su oportunidad le critiqué a Osmar Núñez y a Gerardo Romano que hiciesen la "V" peronista), los gestos políticos o partidarios son para expresar fuera del ámbito del teatro. Una lástima. Lo demás, impecable. Altamente recomendada, dentro de lo mejor que vi en el año.
Y gracias por leerme nuevamente hasta acá.
El Conde de Teberito (un crítico independiente).

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