lunes, 1 de agosto de 2016

Mi crítica de "Ay, Amor Divino" (Teatro)

Ayer fui con mi amiga teatrera Amalia, en una fría tarde, combatiendo la lluvia (y al Capital) a ver a la muchacha peronista Mercedes Morán en su delicioso unipersonal "Ay, amor divino" de cuya autoría es responsable y que es una verdadera autobiografía (más que nada humorística) sobre la propia autora. Lo primero que nos llama la atención es la abundante escenografía (a telón abierto): una chaise long, almohadones en el piso, al frente, una silla alta, una pequeña mesita con vaso de agua, otra silla, un sillón... Entra la Morán a escena (rubia platinada, que para mi gusto no va con los rasgos de ella) y todo se vuelve fiesta. Claro, está dirigida por Claudio Tolcachir y no pudo haber caído en mejores manos, ya que él sabrá marcarle los tonos exactos y no ir contra su avasallante personalidad sino acompañarla desde una sabia guía. Empieza el espectáculo con los primeros compases de la "Rapsody in the Blue", de Gershwing y, con el escenario a oscuras, vemos el perfil de ella sentada en una silla alta y sobre la pantalla del fondo una foto de niña que se agranda. "Esa era yo. -empieza la Morán- Nací el 21 de septiembre de 1955, en plena Revolución Libertadora, mientras mi padre iba preso por peronista. Será por eso que nunca me gustó mucho festejar mi cumpleaños. Porque siempre presentía alguna tragedia". Así comienza un recorrido que durará una corta hora y veinte pero que parecen 10 minutos, como todo lo que se hace con placer. Como Einstein definía su Teoría de la Relatividad: no es lo mismo un minuto con una brasa encendida en una mano que con una bella mujer en los brazos...
Y así irá Mercedes desgajando pedazos de su infancia, de su adolescencia, de su adultez, con los aditamentos del amor a Dios, religión, picardías, familia, amores, culpas, deseos, miedos, casamientos, maternidades, separaciones, actuaciones, etc. Despliega sus recuerdos con un cierto orden cronológico, pero también con algún atisbo de asociación libre, porque los mezcla, pasa de la niñez a la adolescencia con toda comodidad, y después vuelve a aquella. Así pasa por su nacimiento y primera infancia en el pueblito cordobés de Concarán en donde compartió vida con su madre, padre, hermana y hermano, tías, primos y la criada de la casa, Carmen, de quien ella era la favorita. Tiene gran facilidad para pasar de un personaje a otro, con total naturalidad, como si no le costara ningún esfuerzo... de su madre la "educadora" (maestra primero y directora de escuela después), pasando por su tía (la puteadora), Carmen, su hermana (la españolizada) y hasta un niño peón que mientras se sacaba los mocos trataba de explicarle: "tu papá es un héroe" en su media lengua campesina. Y todo va fluyendo con una espontaneidad asombrosa.
Así nos enteramos de su primer amor, a los 6 años. Enamorada perdidamente de... su hermano, que tenía 16. De cómo raspó la pintura del vidrio del baño para espiarlo mientras se bañaba y al verle el pito tuvo la revelación: quedé embarazada. Y de cómo le rezó a Diosito para que le sacara ese hijo no deseado, cómo le explicaría a su familia, si sería madre y tía de su hijo y su propia cuñada a la vez... en fin, todo en un tono humorístico que Mercedes Morán sabe manejar muy bien, está como pez en el agua en este espectáculo.
Ocupa la mayor parte del tiempo hablando de su niñez, de su amor incondicional a Dios (de cómo después se hizo atea, agnóstica y ahora es budista y hace meditación), sus hombres amados (entre los que se encontraba Johnny Tedesco, de "El Club del Clan", cuando, ya en Buenos Aires, tuvo televisión), la bonhomía de su padre, la incomprensión y la "mano fácil" de su madre, etc. Por ejemplo es muy gracioso el Padrenuestro que rezaba cuando era una niña, confundiendo la pronunciación de algunas palabras por no comprender su significado, así como el "Ave María" y el "Gloria". De cómo soñaba con su traje de Primera Comunión (que tenía que ser algo así como el vestido de "Sissí Emperatriz", película que había llegado al pueblo) y que resultó ser el vestido de Santa Lucía porque la madre le había prometido a Dios que si el tratamiento de los ojos de la hermana quedaba bien, Mechita se consagraría a Santa Lucía... "¿por qué yo, si la bizca era mi hermana?", se preguntaba Mechi. Cuenta de su traslado a la Capital Federal, porque su hermano venía a la Universidad acá y en el último momento, cuando ya estaba todo el coche cargado dijo: "yo no voy, porque me tengo que casar con mi novia, a quien dejé embarazada". Allí se le desplomó un mito. De sus estudios en el colegio de monjas y en sus mentiras infantiles para conseguir amigas. De su enamoramiento de el primer hombre real: el muchacho del quiosco de la esquina, quien gustaba de su hermana. Ya en tiempos más adelantados, a los 17 años su primera incursión en la política y su marcha contra los fusilamientos en Trelew y de como terminó en la comisaría junto a su novio y fue sacada por su padre quien se sintió orgulloso de ella. Vendrían los tiempos  de los casamientos y los embarazos, de las separaciones y finalmente el más triste, la demencia de su padre a los 90 años. Allí consiguió sacarme alguna lágrima, cuando, internado, se preocupaba por quién iba a pagar la internación y le pidió a su hija que le consiguiera un trabajo. Esto nos habla de la honradez y rectitud de un hombre que lo consiguió todo en la vida a golpes de trabajo y de decencia. Ella le consiguió el trabajo, le dijo: acá en mesa de entradas necesitan alguien que controle el estado del tiempo, si llueve, si hay sol, si hace frío, y le dió un cuadernito para ello. Es el momento más emotivo del espectáculo, que no obstante, remata con una ironía. Y el momento de la muerte del padre. Allí cambia el registro de comedia y se larga a llorar sobre la gorra de él.
Faltará su "caerle la ficha" cuando cumplió los 50, que sintió como el haber llegado a la mitad de su vida (como si fuera a vivir 100 años) y junto a eso, los calores menopáusicos. Lo hace de manera muy graciosa y ahora habla de haber encontrado su amor definitivo y apaciguado. No falta el amor por la actuación y por poder ser muchas mujeres en una y darse ese lujo todas las noches desde arriba de un escenario.
En síntesis, que es un espectáculo pleno de humor y de sensibilidad, con recuerdos graciosos y de los otros, que bien podría ser la vida de cualquiera de nosotros, conducida por la mano experta de un director y formador de actores y con la presencia imborrable e irreemplazable de su autora y actriz: la Señora Mercedes Morán.
Altamente recomendable, pero apúrense porque son dos meses solamente.
Y gracias por haberme leído hasta acá nuevamente.
El Conde de Teberito (un crítico independiente).

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