jueves, 18 de mayo de 2017

Mi crítica de "El Elogio de la Risa" (Teatro)

Anoche tuve la gran fortuna de ver este magnífico unipersonal, creado y dirigido por Gastón Marioni, con Juan Leyrado como único y excelente protagonista. "El elogio de la risa" es un ensayo sobre el humor, que bien podría pasar a integrar el díptico de Marcos Aguinis "Elogio de la Culpa" y "Elogio del Placer", estupendos ensayos ambos. A pesar de lo que se piense, este espectáculo no es una obra cómica, como muchos distraídos pensarán, sino una pieza dramática, reflexiva, hondamente poética, con muchas pinceladas del mejor sentido del humor, sí. Pero ante todo es una obra para "sentir". Porque a través de ella se siente el milagro de la vida, el sentido de la misma y las vivencias de una pareja de 80 años. Como decía Carlo (el personaje de Vittorio Gassman) en "La Familia", memorable film de Ettore Scola: "80 años, ¿muchos? ¿pocos? ¡¡¡La mejor edad!!!" asombrado por estar viviendo ese período de tiempo y disfrutarlo al máximo. Algo parecido debe estar pasándole a este Antonio, de la mano de Leyrado que hace su mejor composición en años, es todo un viejo de 80 años, con perfecto manejo de una quebrada voz y de un quebrado cuerpo, para transformarse milagrosamente en el Antonio de los 50 años de a ratos.
Dos cosas hay en la vida que obsesionan a Antonio (y que constituyen el eje de esta propuesta): la edad y el fenómeno de la risa. ¿Pueden conjugarse ambas? ¿Pueden conciliarse? Sí, y de la mejor manera: el ejercicio de la risa parece que alarga la edad y nos mantiene vivos. No hay mucha esperanza para él, sin embargo, ya que está en la sala de espera de un sanatorio ¿médico?, ¿psiquiátrico?, ¿geriátrico? esperando para visitar a su amada Susan y festejarle los 80 años. No nos dice nada la obra de qué institución  se trata, sino que tira algunas puntas, como que Susan fue encontrada perdida en la calle en pleno verano con un tapado y ojotas, o que Antonio pide al médico que le den un día más antes de llevarla de su casa pues le quiere preparar una cena exquisita. Pero nada más que eso. Antonio y Susan se conocieron cuando él, actor egresado del Conservatorio de Arte Dramático, muy joven, le tocó interpretar a Romeo en la obra clásica de Shakespeare, lógicamente un drama, y cuando transcurría la escena del balcón alguien del público soltó una carcajada contagiosa que se transfundió a todo el teatro, convirtiendo su carrera de actor dramático inmediatamente en un "promisorio actor cómico", como lo tituló el diario al día siguiente. Claro, se encontró en la calle con la autora de esa risa y se enamoraron. Era Susan. Y desde entonces no han parado de reír juntos ni un sólo día.
Y Antonio refuerza que el valor de una buena risa puede conjurar los males físicos o psíquicos, hacer más soportable esta vida y lograr la comunicación entre las gentes. Y narra (en tiempo presente y adoptando otra voz y otra postura) el cumpleaños de Susan de sus 50 años, cuando la casa estaba llena de artistas, músicos, directores de orquesta, bailarines y actores (ella es una gran pianista) y Susan le pidió que "interactuara" con sus invitados, sacándolo de su rinconcito con pionono y vinito, para echarlo a un ruedo de expectantes invitados que esperaban su palabra. Y allí Antonio sintió la imperiosa necesidad de "actuar", algo que había dejado tras su fracaso como Romeo, y se puso a improvisar un sketch que resultó la perla de la noche por su tono de comicidad y de fiereza. Allí Susan le prodigó un fuerte abrazo y se besaron, sintiendo que había llegado la comunión entre dos almas.
Todo es un extenso monólogo que desgrana el Antonio de sus 80 ante un supuesto público de la salita de espera, y actúa de forma convincente, poniéndole gracia a todo cuanto dice. Es muy emotivo su recuerdo de la infancia, por ejemplo, refiriendo cosas de los 10 años por las que todos hemos transitado, y convirtiéndose por eso en un cómplice inmediato del público. Y las cosas que dice las dice con cierta nostalgia y lágrimas en los ojos, pero también con humor. El fuerte lazo que se entabla entre Leyrado y el público es un gran y respetuoso silencio que podría cortarse con un cuchillo, interrumpido sólo a veces por alguna maldita tos o por las esperadas risas, tal es el grado de misticismo que se establece entre el actor, la obra y el espectador.
Otro de los temas que preocupan a Antonio es el del paso del tiempo. La edad. ¿Por qué hacerse retoques en el rostro y en el cuerpo si las arrugas que llevan son las marcas de su paso por la vida y las que les ha tocado tantos años construir? Él define lo que es el amor a los 10 años (el olor de las galletitas que le llevaba a la maestra de la cual estaba perdidamente enamorado), a los 20 (pensar sólo en sexo y... en sexo), a los 30 (disimular la tensión sexual con algún discurso galante), a los 40 (estar pendiente de su trabajo y de formar una familia, o de mantener la ya formada), a los 50 (ver e imaginar cómo será ese amor), a los 60 (ver... sólo), a los 70 (tratar de ver), y finalmente a los 80 (es ésto). La conjugación de edad con risa es permanente y está muy claro en el texto que transmite Leyrado, logrando efectos sorprendentes. 
Está además un plus, que es la delicia de asistir a un texto que ha edificado un ser sensible, un purista del lenguaje, un esteta sobre todo. Es un texto pausado, calmo, a veces tormentoso, pero sobre todo hermoso y disfrutable. Se aprecia con todos los sentidos y nos da la esperanza que todavía existe el buen teatro, actual y a la vez sin chabacanerías ni golpes bajos. Es cierto que los dos están llegando al final de sus vidas, pero no lo toman como algo trágico sino como una parte más de la existencia que debe ser tomada con humor.
Como les dije un espectáculo que no dura más de una hora y en donde es posible redescubrir a un excelente actor en todas sus dimensiones. No se lo pierdan, por favor, está en el Multiteatro en la sala de unipersonales (que ayer trabajó a media sala) y va de miércoles a domingos. Me lo van a agradecer.
Y gracias por leerme nuevamente hasta acá.
El Conde de Teberito (un crítico independiente).

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