sábado, 23 de mayo de 2020

Mi crítica de "Otra Mujer" (Cine-Woody Allen-1988)

En algunos días de la década del 80 y particularmente en "Interiores", Woody Allen debió enterarse de lo que muchos críticos escribieron sobre él. Le decían que su cine no era muy cinematográfico, que si hacía falta un Bergman ya bastaba con el sueco original y que si Allen tenía algo que decir sobre dramas humanos y laberintos psicológicos, le aconsejaban que escribiera una pieza en tres actos o quizá una novela. Pero Allen estaba muy seguro de la autenticidad de este mundo, como llegaría a transmitirlo después, especialmente con "Hannah y sus Hermanas", "Días de Radio" y "Septiembre". Le importaba explorar la burguesía urbana y el ambiente intelectual, con todos sus problemas de amor y de adulterio, vocación y frustración, ilusiones y psicoanálisis. Para Allen era importante expresarse como autor dramático y no como intérprete. Lo mismo le había ocurrido a Chaplin hacia 1923, pero a Woody le fue mejor.
La maravilla mayor de "Otra Mujer" es que Woody Allen muestra un gran desdén por los dogmas tradicionales del cine y de la crítica cinematográfica. Ante todo, parecería insensato juntar en 82 minutos una decena de personajes, cargados de preocupaciones, engaños, culpas, protestas y arrepentimientos, con una densidad que parece salida de Dostoievsky antes que de Bergman. Pero esa insólita reunión es la que comienza por hacer el autor, rodeando de figuras humanas a Marion Post (Gena Rowlands), una profesora de filosofía que se retira a un departamento aislado para poder escribir su libro. Nada llega a saberse de la sustancia de ese libro filosófico, pero la vida se introduce por los márgenes y hasta por los conductos de ventilación. Así desfilan el marido de Marion (Ian Holm), la ex mujer de su marido, la hijastra que surgió de ese marido, un anterior pretendiente de Marion (dos escenas con Gene Hackman), una amiga de Marion que se despacha con una imprevisible escena de celos retrospectivos (Sandy Dennis), una ex alumna de Marion que llega con tardíos elogios, un padre, un hermano y una cuñada de Marion, un psicoanalista en la pieza de al lado, una paciente de ese psicoanalista, un matrimonio amigo. Es una larga lista y en los borradores parece que no cabe. Pero no sólamente cabe sino que además funciona. Todos esos personajes son variados espejos de Marion, de su infancia, de la relación con sus padres, de sus amores frustrados, del hijo que no llegó a tener. Cuando Marion acaba de atravesar esos momentos críticos, se ha asumido a sí misma. Eso es mejor que escribir un libro.
El desafío formal de Woody Allen no acaba con esa convocatoria de personajes. Contra todo principio aceptado por la tradición cinematográfica y por la crítica del ramo, el relato empieza y sigue con un monólogo en la banda sonora, con variadas conversaciones escuchadas detrás de la pared, con el adulterio fortuitamente sorprendido en el rincón de un restaurante, con los abundantes reproches entre padre e hijo, entre mujer y ex marido, entre hermana y hermano, entre cónyuges, sin olvidar las explicaciones adicionales de personas que no supieron ser amantes o que no supieron ser amigas. Y como si la verbosidad de tanta gente no fuera suficiente desafío, Woody Allen contaría hasta la prudencia elemental de hacer más accesible el relato con una cronología ordenada o con un desarrollo orgánico. Avanza con lo que Marion va subiendo en su mundo, pero deliberadamente el autor intercala allí el pasado, la imaginación, la pesadilla, con la tranquila seguridad de que también existe ese mundo psicológico, a veces fantasmal y huidizo, es parte de una realidad para su protagonista. Esa exploración en las profundidades ya estaba hecha en el cine, desde luego, sea el precedente aterrador de "El Gabinete del Dr. Caligari", hacia 1919, sea con el género fantástico, o sea con el vuelo poético de Bergman en "Fresas Silvestres", en "Persona" o en "Gritos y Susurros". Lo habitual ha sido que el cine coloque un distinto marco visual a la irrealidad. Pero Woody se niega a hacerlo. La infancia o el recuerdo se interpolan sin previo aviso en el presente, porque el escenario es la mente de Marion y allí todo coexiste. Cuando Marion entra en el consultorio del psicoanalista vecino, ve salir de la habitación a una paciente (Mia Farrow) y ve entrar imprevisiblemente a su padre (John Housseman), que no tiene por qué estar allí. Ninguno de ellos ve a Marion, porque ella está soñando. En el caso ha imaginado hasta el rostro del analista.
El resultado de esta audacia es una maravilla, contra toda previsión de los manuales cinematográficos, que en el caso se quejarían de la teatralidad. El espectador termina tan convencido como conmovido, dando la razón a un plan audaz. Una posible explicación de todo este triunfo es la singular concatenación de toda escena, atrapada en el justo momento crítico, dicha con los diálogos precisos, dejando que el espectador infiera por sí mismo el antecedente y la consecuencia de cada enfrentamiento, donde cada personaje tiene sus razones. El plan está más cerca del teatro de vanguardia que del naturalsimo, aunque el diálogo evite las abstracciones e incluya su cuota de interjecciones y humor. Otra explicación del logro es la perfecta funcionalidad de la fotografía de Sven Nykvist, el hombre que hizo buena parte del cine de Bergman. El primer plano, la luz correcta, el encuadre de lo estrictamente necesario en cada imagen, concentran la parte visual tanto como lo hacen situaciones y diálogos en la construcción dramática. Allí nada falta y nada sobra, porque el mayor voyeurismo es el que no se nota, como alguna vez lo pidieron Wylder y Huston para su cine.
Hay dos formas fáciles de liberarse del talento dramático de Woody Allen. La manera más frívola es preferir sus comedias y desinteresarse por estos sondeos del alma humana, que son su nítida vocación de autor en los últimos años. La otra manera más fácil y más dogmática es resolver, de antemano, que esto no puede ser cine, porque tiene demasiadas palabras. La experiencia prueba sin embargo que Allen supera esas presunciones y que seguramente se ríe de ellas tanto como se ríe de las convenciones de Hollywood y del mismo Oscar. No le sobran las palabras porque domina muy bien las imágenes que las acompañan. Desde que Woody empezó a trabajar con el fotógrafo Gordon Willis, luego con Carlo Di Palma y ahora con Sven Nykvist, los productos demostraron que una peculiar dramaturgia intimista puede ser combinada con el debido marco visual, lo cual abraca escenografía, vestuario, color, precisa colocación y movimiento de la cámara y personajes. Esta compleja artesanía se conoce en el ramo como "diseño de producción" y estuvo muchas veces a cargo de Mel Bourne y recientemente a cargo de Santo Loquato, colaboradores principales de Allen desde 1977.
Ese refinamiento visual comenzó justamente con "Interiores", donde Woody se inauguró como autor dramático y prescindió de él mismo como intérprete. Los críticos de 1978 no llegaron a apreciarlo, desdeñando el resultado como un Bergman de segunda mano. Diez años más tarde, Allen da con "Otra Mujer" una notable declaración de independencia artística, que se da con la idea general, sigue con el desafío a las reglas y termina notablemente con la emoción del espectador. Para desobedecer las reglas no alcanza con sentirse rebelde. También hay que tener su talento.
Y gracias por leerme nuevamente hasta aquí.
El Conde de Teberito (un crítico independiente).

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