jueves, 5 de mayo de 2016

Mi crítica de "Bloody Daughter" (Cine)

La traducción de Bloody Daughter puede entenderse como "Hija Sangrienta" pero también como "Hija de Sangre"... y hay un poco de las dos cosas en la película documental que Stephanie Argerich le dedica a su mamá Martha.
"Querés mostrarme" dice Martha Argerich sobre el final de la película. "No. Sólo quiero ver. Mirar", contesta su hija. Y de eso se trata el film: de mostrar como es esa madre famosa y venerada por todo el mundo que no supo ser tan buena madre como pianista. Con un enfoque de planos cortos, cerrados, en primero planos vemos desfilar los expresivos ojos de Martha enmarcando la pantalla, sus manos en el teclado o fuera de él, sus pies. La historia va y viene. Desde aquella niña de 9 años que fue enviada por el presidente Perón junto con su familia a estudiar piano a Ginebra hasta la mujer de 70 y tantos que es ahora han pasado muchas cosas. El nacimiento de varias hijas a las que quiso de formas diferentes, un matrimonio frustrado con el pianista bohemio  Stephen Kovacevitch quien no le dio su apellido a su hija (Stephanie), la carrera vertiginosa que empezó mucho antes de cumplir 20 años (para ese entonces ya estaba en el pináculo de la fama) y una vida llevada siempre fuera del país que la vio nacer.
El documental empieza en una sala de partos donde Stephanie, su hija mayor está dando a luz un niño (las niñas siempre fueron más interesantes, dice Argerich en off) de padre ausente, con la presencia en la sala de su madre, nerviosa, preocupada, descolocada, que atiende una llamada y vuelve a entrar y recibe con (no)poca alegría a quien fueses su primer nieto. De ahí nos retrotraemos al pasado, los primeros años de Stephanie y su hermana junto a su madre, quien siempre fue un poco distante, no muy cariñosa (no estamos asistiendo a un drama como el de "Sonata Otoñal", aclaro, pero parece que a las grandes pianistas siempre les ha costado manifestar sus sentimientos hacia sus hijos), aunque propensa a bailar con sus hijas, arrullarlas con el piano o tenerlas bajo éste cada vez que ensayaba de modo que su hija conoció los pies de la madre antes que la cara. Una noche de pasión con un tahilandés en New York dio el fruto de otra hija, de la que, al saberlo, el padre se fugó, y la madre al no poder criarla la "hospedó" en una especie de orfanato del que salía a las tardes para tomar la leche con su abuela. Hasta que a los 9 años sobrevino el secuestro por parte de la abuela quien se la llevó a GInebra. De allí de nuevo al orfanato y hoy es una chica madura que vive acompañando a su madre a todas sus funciones. Del padre de Stephanie, decíamos, nunca quiso hacerse cargo de la niña ni le dio el apellido (por eso lleva el de Martha) y se reencontró con él ya crecida y tiene muy buena relación, de hecho se hicieron los trámites para apellidarse como su padre pero fueron infructuosos ("De todas formas un apellido no nos recupera el tiempo perdido", le acota el padre ante el llanto desgarrador de ella). Incluso Stephen, el pianista bohemio que llegó a grabar sus buenos discos se lleva muy bien con su ex esposa de quien es amigo y comparten charlas, salidas y cenas juntos. Pero el verdadero "ángel de la guarda" de Martha es su gerente artístico, quien es su confesor, su amigo, compinche y planchador de ropa antes de un concierto. Es muy buen tipo y se desvive por ella.
Proveniente de una familia judía, no se inhibe de bailar danzas judías casi al final de la película como una más de la familia. Su madre ucraniana siempre tuvo problema con mostrar sus ojos y se escondía detrás de anteojos negros sempiternos, que  provocaban los grandes pánicos de sus nietas que le tenían miedo de verdad. Las fotos de Marthita las conserva su madre y atrás de cada una de ellas hay un extenso relato autografiado por su padre quien contaba sus sensaciones del momento de la foto.
Su hija Stephanie no duda en filmarla mientras duerme y se despierta toda despeinada, mientras se maquilla muy levemente (Martha Argerich es muy simple en su modo de vestir y no usa casi maquillaje para sus presentaciones), de mostrarla caminando descalza por parques, casa o estudios (se ve que le encanta descalzarse a Martha) o frotándose frutas por la cara como bálsamo protector (en su escritorio nunca faltan grandes canastas de frutas y flores). Y cuenta Stephanie que durante cada concierto ella se sienta en la primer butaca con los dedos cruzados para que su madre no se equivoque. Son también registrados los nervios e incomodidades que pasa Martha antes de cada concierto. Y el merchandaising que se generó en torno a su figura, que la toma como una heroína más de "La Guerra de las Galaxias".
En fin, no pretende explicarla, sólo mirarla, dice su hija. Y eso es lo que ha hecho durante una hora y 36 minutos en este bello documental que se mira con la pasión y el deseo de entrar en la intimidad de aquella gente a la cual admiramos desde siempre y que ya se ha convertido en un ícono de la cultura clásica o popular. Gran intento (logrado) de una hija bella e inteligente como Stephanie Argerich.
Gracias por leerme nuevamente hasta acá.
El Conde de Teberito (un crítico independiente).

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